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azos para de nuevo sentir el asombro por su liviandad,<br />
por la lisura cuidada de su <strong>piel</strong>, me hundí<br />
náufrago en la hondonado en la que desemboca su<br />
cuello y besé ese trozo de Irene, ese rincón terso<br />
bajo el que se adivinaba el hueso.<br />
—Deja, no estoy de humor. Y esgrimiendo el<br />
control remoto <strong>del</strong> televisor como una sentencia<br />
apuntó a la pantalla.<br />
Un mapa <strong>del</strong> desastre. Barro y troncos de árboles,<br />
casas, cuerpos y vehículos adentrados en el mar, que<br />
ya no parecía el mar, si no una olla de sopa podrida.<br />
Otra toma y unos niños corren, una mujer se mesa<br />
los cabellos y llora, un hombre sostiene los restos<br />
de una cocina sobre los hombros, la mirada obligada<br />
al suelo. Grandes rocas azules aplastaban lo que<br />
ahora era el fósil de un camión, empollaban una<br />
quinta de dos pisos o adornaban la azotea de un<br />
edificio con una calma pasmosa, como si siempre<br />
hubieran estado allí, como si ese fuera su sitio en<br />
el planeta, la tierra prometida tantas veces buscada.<br />
Vuelta a los estudios, los locutores con la cara<br />
más compungida posible, el decorado parecido al<br />
que sacaban en tiempos de elecciones: una bandera,<br />
gráficos, una palabra que rimara con el slogan<br />
<strong>del</strong> canal y las circunstancias. Entrevistaban a un<br />
ministro, o a un meteorólogo, incluso a psicólogos<br />
clínicos, o eso decía que era el señor que hablaba<br />
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