Allá abajo (Crónicas Femeninas)

atrás la noche pasada. Hablamos poco y entrecortado. La migraña, en lugar de
comenzar a desaparecer, parecía acentuarse.
—Mónica, estás invitada a dar un largo paseo de mano del mejor guía
turístico alternativo que posee Roma —me dijo él, e infló el pecho emulando a
un superhéroe—. Nada de lo que estás a punto de ver ha sido apreciado por ojos
foráneos.
Me sonreí.
—Franco, yo te agradezco infinitamente lo que haces, pero entiendo que
tienes que llevar un trabajo adelante y no me gustaría que lo descuidaras por mí.
—Descuidarte sería mi mayor descuido.
Puta madre, por qué ese tipo vivía a once mil kilómetros y no a unas
pocas cuadras de mi casa, pensé entonces.
Tras pedir la cuenta y discutir quién pagaba, fue que me tomó de la
mano guiándome hacia la calle. Al salir, y afectando solemnidad, me mostró dos
bicicletas apoyadas sobre una pared.
—Este es nuestro transporte del día. Signorina, hoy será una romana
más.
La ciudad se me antojaba como un gran museo arqueológico a cielo
abierto. Excavaciones por aquí, monumentos preservados por allá, todo eso
circunscrito por ramilletes de calles que parecían anudarse entre sí. Miles de
italianos en motocicletas cruzándose en tu camino y sus conversaciones que
nunca lograba comprender; yo no sabía si discutían o simplemente comentaban
el último partido de fútbol.
El paseo en bicicleta comenzaba a despejar mi dolor de cabeza y junto a
eso volvía, de a poco, el buen humor. Luego de unas horas de pedaleo (a esa altura
mi pasado de fumadora me pasaba la factura), un café en un bar de ensueño y
alguna que otra fotografía para el recuerdo, una imagen de Joaquincito en cama
atravesó mi mente.
—Franco, tengo que hablar por teléfono con mi hijo. ¿Podríamos ir a un
locutorio?
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