Allá abajo (Crónicas Femeninas)

—Disculpas… disculpas —decía él con cara de desconcierto—. No pude
controlarme.
—Está bien, está permitido dentro del juego —le respondí, calmándolo.
Fue hasta el baño y trajo unos pañuelos de papel con los que me limpió
detenidamente. Se puso de rodillas frente a mi abrazándome como un chiquillo
que encontró a su ser querido después de mucho tiempo.
—Hay cosas que nacieron así y nunca cambiarán.
Esto último lo dijo mirándome fijamente y, a mi entender, a punto de
llorar. Yo seguía con mis calzones puestos. Decime vos: ¿por qué a algunos tipos
se les hace tan difícil arrancarnos un polvo?
Durante el resto de la jornada nos perdimos en el laberinto de las calles
romanas, tomados de la mano con firmeza y sin rumbo fijo, mientras el recuerdo
de mi hijo se agigantaba en mi mente.
El día siguiente pasó a buscarme en una camioneta estilo utilitario
y en ella cargamos mi equipaje poniendo rumbo a su casa. En el trayecto me
enteré de que el vehículo pertenecía al negocio de la familia y que este era la
panificación. Una herencia ancestral. Su hobby era el turismo local y la historia
romana alternativa. El departamento que alquilaba pertenecía a toda la familia
y el dinero extra que él conseguía provenía de sus “tours a medida”. Franco
era el séptimo hijo varón (su maldición no era precisamente la de el hombre
lobo) de un total de ocho hermanos, dos de ellos mellizos, uno muerto y el otro
desaparecido (mucho tiempo atrás) en américa. La última fue una mujer.
Nos disponíamos a traspasar el portón que nos llevaba a su casa cuando
me dijo que el almuerzo de los domingos se hacía siempre en la panificadora,
por lo que entendí que ahí dejaríamos mi equipaje y luego iríamos al local en
cuestión. Mi sorpresa se produjo cuando paramos en la primera puerta sobre la
derecha del pasaje interno y él la abrió: Del interior venía un cotorreo digno de
cualquier calle céntrica; ya en el pasillo un par de chiquillos se atravesaron en
una carrera hacia un objetivo desconocido.
—Sobrinos —dijo él.
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