Allá abajo (Crónicas Femeninas)

—Antes de comenzar con las tareas del colegio tenés que hacerte una
nebulización.
—Está bien, mamá.
—Mi hijito nació con pulmones perezosos —decía esto la madre mientras
acariciaba la cabeza del pequeño.
En su casa, y en complicidad con la madre de Andrea, continuaron
haciendo juntos las tareas del colegio. Lo sucedido aquella fatídica tarde fue
el disparador de dos fenómenos: una pequeña semilla de rebeldía nació en
la mente de Andrea (que estallaría muchos años después) y aquello que en
principio fue una amistad infantil se transformó en una hermandad del alma.
Ingresé en tercer año al colegio donde iban ellos. Cambiar de institución
a esa altura, solía ser una experiencia un tanto traumática: casi nadie da cabida
a una recién llegada, salvo el grupo de “bichos raros”. Ahí fui a dar, con Andrea y
José María. Me aceptaron de inmediato. Me pusieron al tanto de quiénes eran,
qué hacían y todo lo que los unía; a cambio debía ser tan transparente como
ellos. A diario, y en conjunto, luchábamos contra la hostilidad del medio, que se
ensañaba, en especial, con él. Me sumé a la programación de tareas escolares
que traían de tiempo atrás y que, según ellos, seguirían con ese ritmo en la
facultad de Derecho. Por mi parte les dije que mi futuro estaba en la arquitectura.
El detalle que comenzó a desequilibrar la armonía del conjunto se inició cuando
José María rindió el último año libre e ingresó a la facultad antes que nosotras.
Por su lado, Andrea, ya cursando segundo año, cayó en cuenta de que lo que
estaba haciendo se encontraba muy lejos de su vocación; de hecho, aquello era
una imposición.
—Querida amiga… ¡Tengo un notición! —le dijo por teléfono José María.
—Contá… contá —lo urgió Andrea.
—¿Hay alguien cerca tuyo?
—No, estoy sola.
—¡Estoy de novio…!
—¡Noooo!... ¡Grandioso!
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