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el payaso, cansado de correr sobre sus manos, se iba<br />
de hocico al suelo.<br />
Los presos detrás de la malla de alambre, el público<br />
sentado en el pasto del pequeño cerro cercano<br />
a la cancha, nosotros, con los bolsillos repletos de<br />
ciruelas y manzanas, veíamos correr a un orangután<br />
comiendo un helado de agua de colores, un desnutrido<br />
tarzán que eludía rivales, un payaso de peluca<br />
naranja tropezando con sus enormes zapatos, una<br />
inexpresiva y tiesa momia vendada con papel higiénico<br />
que intentaba cabecear una pelota, un esqueleto<br />
que perdía la dignidad de la muerte rodando por<br />
el suelo, tratando de hacer una chilena, el partido<br />
era una sola carcajada; y una carcajada es más peligrosa<br />
que un virus, eso se sabe cuando se produce<br />
el contagio. Un contagio que duraba hasta los<br />
recreos del día lunes en la Escuela Superior, cuando<br />
bien peinados entonábamos el himno nacional.<br />
Perdían 8 a 2, 11 a 4, pero eso a nadie le importaba.<br />
Si alguien dice que eso no es jugar fútbol, entonces<br />
que chutee la primera carcajada. Lo importante era<br />
la alegría que contagiaban a todos los espectadores<br />
que reían sentados en el pasto de la pampa cercana<br />
y a los presos que esperaban la hora de su encierro.<br />
Si no cree esta historia intente borrar las risas que<br />
en nuestros recuerdos han permanecido sin envejecer<br />
durante más de 40 años.