30 BILLBOARD AR | ENERO, <strong>2019</strong>
intuitivo, entrega esos temas a los orquestadores mientras liga algo discepoleano con cultura europea, melodrama y cierta sensibilidad del rock que lo conmueve, pero para la cual se siente un poco grande o ajeno. En Favio cantor, entonces, se reúnen una serie de elementos de la época que no se reunían así: por un lado, un galán de cine de corte intelectual-popular, muy ligado estéticamente al existencialismo francés; por otro, un flaco del orfanato mendocino. Un poco callejero y un poco del Bar Moderno”. El gran hit, de todas maneras, no fue el tema de Almendra. Fue una balada en la menor sobre la que Favio edificó el crescendo dramático que es la piedra de Rosetta de su obra como cantante. “‘Ella ya me olvidó’ es un resumen perfecto de canción popular argentina –dice Manuel Moretti–. Es extraordinaria. La genealogía de Favio no viene de Italia, pero toda su teatralidad me remite a esa italianidad argentina: la épica romántica, profunda, emocional, del amor y de la belleza. Llorada, dificultosa. En Favio se enuncia como un lamento nasal y vocal, que quizás viene de sus antepasados sirios. En realidad, lo que diferencia a Favio de los demás cantantes melódicos es el corazón”. El subidón devino en un segundo long play titulado con su propio nombre, una película de Eduardo Calcagno basada en aquella primera tanda de canciones (con las actuaciones de Carola, Emilio Disi, una jovencísima Susana Giménez y su actriz fetiche: Nora Cullen) y un halo de histeria alrededor de la flamante estrella pop. El único rival de fuste, en ese aspecto, era Sandro. En el invierno de 1969, mientras Sandro surfeaba la ola de “Rosa, rosa” y Favio copaba las tapas de las revistas del corazón, conformaron el yin y el yang del ídolo nacional y popular. Ambos construían una suerte de personaje, pero los resultados de sus artificios eran diferentes. Sandro venía del rock & roll y, aunque su apuesta estaba más apoyada en el cuerpo, resultaba más distante. Si bien subyacía de modo imperceptible en el candor de sus baladas, Favio estaba atravesado por el ethos político de la época. Claro que no era Serrat ni quería serlo: sus canciones no tenían contraseña, sino que estaban perladas por un anhelo total. Desde allí hacia el peronismo, un solo paso. Ni lerdo ni perezoso, el sello editó una antología y discos como Hola, che y El talento de Leonardo Favio, que, si bien escondían canciones notables como “Juan El Botellero”, no tenían ningún hit evidente como punta de lanza. Para mayo de 1971, la revista Siete Días pintaba con algunos trazos el escenario de su casa (el mate, la compañía de Carola, los almuerzos frugales, las sesiones de acupuntura) y, entre los bocetos de Juan Moreira y algunos cachets millonarios, se preguntaba por la evaporación de la efervescencia. “Yo no necesito ser un boom –respondía Favio–. Ahora soy una institución. Si no fuera así, los empresarios, que conocen muy bien el negocio, no me cotizarían tan alto”. Toda esa calma, de algún modo, precedía un huracán. En efecto: el reingreso en la escena fue apoteósico. En plena primavera camporista, estrenó la épica popular de Juan Moreira y editó un simple de extracción folklórica titulado “Estoy orgulloso de mi General”. La conducción del célebre acto de Ezeiza lo puso, literalmente, en el ojo de la tormenta. “Tengo recuerdos de la filmación de Nazareno y Soñar, soñar –dice Nico Favio–. Me acuerdo de acompañarlo a dos shows de esa época, que entraran los militares a mi casa… Después de eso, ya nos fuimos para Las Catitas, luego a México, después volvimos y de nuevo partimos. Para cuando tenía cinco años, mi papá ya estaba recontraprohibido”. En ese punto, el hilo de su carrera se pierde en la distancia: entre la censura, el zeitgeist del rock argentino y el exilio cafetero en Pereira (Colombia). Durante su larga temporada en el extranjero, Favio vivió como cantor, grabó más discos y, a medida que su nombre crecía en el imaginario latinoamericano, se disolvía en el mercado juvenil de nuestro país. El hombre seguía adelante, pero –como diría Yupanqui– el alma tiraba para atrás. Se enamoró del vallenato, de grupos como el Binomio de Oro o las cumbias de Senén Palacios, pero apenas consiguió un ejemplar de Pensar en nada no pasó una mañana sin escuchar a León Gieco. A veces parecía más lejos y a veces más cerca, pero el regreso ya era una línea en el horizonte. “Sus canciones resuenan de forma rabiosa en una generación, pero el Favio cantor no existió para las generaciones argentinas posteriores –dice Dacal–. Quizás por eso, en un momento, me tomé la labor de embanderarme: porque es una figura que quedó totalmente demodé, porque era el cantor de las amas de casa. No olvidemos ese término que usan en Colombia para hablar de lo que escuchaban las señoras que limpiaban en las casas: ‘música para planchar’ o ‘música plancha’. Durante su exilio, entonces, es olvidado en esta zona del mundo. Tal vez porque, pasada la primera instancia, aflora el peronismo como un recuerdo doloroso en la figura de Favio: la resonancia popular de esas figuras pasionales y juveniles que son los protagonistas de sus canciones”. Ahora la ves, ahora no. El corazón de un pueblo es como la puerta secreta de H.G. Wells: ahí, en ese mismo recodo de la cuadra donde ayer estaba el pasaje, ahora hay una pared ciega. Por un tiempo, sin embargo, Leonardo Favio supo tener la llave en la cintura. Durante su última performance en el Festival de Cosquín, bastó que Luciana Jury dijera un pronombre para que el público cayera rendido a sus pies: “Ella, ella ya me olvidó”. Después, cuando arribó a una zona misteriosa de la canción, lanzó una serie de dardos letales. “¡Acá está Juan Moreira, mierda! –dijo, levantando la mano como un puñal–. Nazareno, Nazareno. Desecha el material: la plata, el oro, por amor. Es un Cristo. ¿Monito? ¡Monito las pelotas! ¡Señor Gatica!”. Quién iba a sospechar que la Plaza Próspero Molina entregaría una ovación de pie frente a ese mash-up inédito de cine y canciones. “Ah, tío –soltó la Jury y tiró un beso hacia el cielo–. En tu nombre, en todo tu ser”. Desde la pantalla gigante, la mirada de Favio iluminaba la plaza como un faro. ¿Acaso alguien podía olvidarlo? BILLBOARD.COM.AR 31