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Proceso-2038

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Miguel Dimayuga<br />

para el trabajador y un limbo para el ciudadano. Y el ámbito de<br />

la elegibilidad ideológica, para efectos prácticos, se reduce a la<br />

unicidad. La humanidad tiene libertad de elegir muchas cosas<br />

dentro de un solo paradigma económico, social y político.<br />

En el siglo XX la humanidad tuvo la alternativa entre el comunismo<br />

y el capitalismo, pero ambos cancelaron la posibilidad<br />

de cambiar de un modelo a otro de manera pacífica, dentro<br />

de un marco legal e institucional. En el mundo del socialismo<br />

real sólo había un partido, y en el mundo capitalista, donde la<br />

democracia amparaba elecciones entre varios partidos, no se<br />

podía escoger el comunismo. En semejante contexto de polarización,<br />

en el que abrir la puerta al sistema opuesto era aceptar<br />

el germen de la demolición del propio, el viraje tenía que ser<br />

en mayor o menor medida destructivo. Eduard Bernstein buscó<br />

la conciliación en un punto intermedio, que cifró en el voto<br />

universal como epicentro del socialismo. Y su predicción resultó<br />

acertada hasta que la corriente neoliberal arrastró con ella a la<br />

socialdemocracia.<br />

La primera socialdemocracia fue marxista, la segunda socialdemocracia<br />

fue “socioliberal” y la tercera socialdemocracia<br />

es cada vez menos social y más liberal. Y en sus mutaciones ha<br />

estado siempre presente la crisis de identidad que, a partir del<br />

fin de la Treintena Gloriosa, facilitó el triunfo de la estadofobia y<br />

de algo que yo denominaría soberanía del mercado.<br />

Basave. Una propuesta polémica<br />

He aquí el meollo del asunto. En los países democráticos,<br />

hasta la década de los setenta, los representantes populares tenían<br />

que complacer primordialmente a sus electores, y si bien<br />

había algunos muy ricos y poderosos, los demás constituían la<br />

mayoría y estaban a favor del gasto social.<br />

El resultado es la transferencia neta de poder de lo público a<br />

lo privado y la enorme dificultad para realizar reformas fiscales<br />

verdaderamente redistributivas.<br />

Si mis argumentos son válidos, la conclusión es obvia: el<br />

acotamiento de la izquierda democrática es el origen de la crisis<br />

de la democracia. Ya no existen en el menú partidario primermundista<br />

opciones que representen a un creciente número de<br />

ciudadanos que repudian los perjuicios socioeconómicos que<br />

han recibido –dicho sea de paso, paradójicamente combaten los<br />

males de la globalización con los bienes de la globalización, es<br />

decir, con los productos de la revolución comunicacional y digital–.<br />

Por ahora son minorías, pero resultaría insensato confiar en<br />

que lo seguirían siendo si no se desacralizara el modelo económico<br />

y no se modificaran los instrumentos y los mecanismos de<br />

representación.<br />

<br />

Si, como sostengo en este libro, la crisis de la democracia se explica<br />

entre otras cosas por la gradual derechización de la socialdemocracia,<br />

la solución está en izquierdizarla o, mejor dicho, en<br />

moverla hacia un centro progresista. Es decir, en ofrecer una opción<br />

partidaria que se aleje de los dogmas de la economía neoliberal<br />

y tenga una oferta viable para contrarrestar la desigualdad<br />

que este modelo ha producido en el ámbito socioeconómico v en<br />

el acceso a la educación de calidad y a la impartición de justicia.<br />

El tema está en la agenda actual de la ciencia política, y se discuten<br />

diversas opciones.<br />

Lo que me interesa cuestionar ahora es la visión economicista<br />

de la historia que hace que los extremos se toquen en la coincidencia<br />

entre neoliberales y paleomarxistas. Sin entrar en una<br />

deliberación que trasciende los propósitos de este ensayo, he de<br />

reiterar que al menos en el caso de la distribución de la riqueza<br />

no hay fatalismo económico que valga y que son decisiones políticas,<br />

sobre todo de política fiscal, las que determinan que la<br />

desigualdad sea mayor o menor.<br />

Privar al Estado de los instrumentos normativos para subsanar<br />

las fallas y las distorsiones de un mecanismo que tiende<br />

lo mismo a generar riqueza que a concentrarla ha resultado tan<br />

perjudicial como en su momento lo fue centralizar la economía<br />

y manejarla por decretos burocráticos. Me refiero, vale precisarlo,<br />

a la dimensión cualitativa y no cuantitativa de la regulación,<br />

a regular lo importante de manera clara y sencilla y no a sobrerregular<br />

todo. Y en este sentido, lo que habría que perfilar es una<br />

nueva etapa de la socialdemocracia, una que en sus efectos se<br />

parezca más a la segunda que a la tercera.<br />

Y aunque no estemos todavía ante el umbral de una nueva<br />

era en la economía global, no me cabe duda de que presenciamos<br />

los prolegómenos de una profunda mutación en la circunstancia<br />

social, lo cual tarde o temprano ofrecerá una coyuntura<br />

favorable a decisiones políticas que aceleren el tejido de una<br />

nueva red de bienestar. Se trataría de un arreglo diferente en su<br />

estructura al viejo Estado benefactor, desde luego, pero similar<br />

en sus consecuencias equilibradoras y compatible con un manejo<br />

prudente y ordenado de las finanzas públicas, con crecimiento<br />

y creación de empleos bien remunerados.<br />

Ahora bien, mientras el fundamentalismo capitalista se globalizaba,<br />

la izquierda se pasmaba. Sé que esta afirmación ronda<br />

el facilismo, pero creo que es válida: el error de la socialdemocracia<br />

frente a la globalización fue mimetizarse con el presente<br />

para evitar ser asociada al pasado. <br />

64 2038 / 22 DE NOVIEMBRE DE 2015

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