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no pareció no oírla. No tenía i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> hacia dón<strong>de</strong> se dirigía el viejo y a punto<br />
estuvo <strong>de</strong> dar marcha atrás y <strong>de</strong>jarlo solo con su absurdo comportamiento, pero<br />
recordó las palabras <strong>de</strong> la madre superiora: el resentimiento, nuestro peor enemigo.<br />
Decidió abandonar su orgullo y buscar a su abuelo para <strong>de</strong>cirle que lo<br />
quería y que estaba dispuesta a acompañarlo hasta el final <strong>de</strong> sus días.<br />
Una brisa fresca anticipaba tormenta. Lucía apuró el paso y a lo lejos volvió a<br />
ver al anciano, andaba en línea recta, abstraído, hablando solo como si hubiera<br />
perdido la razón. Sin querer pensar en la evi<strong>de</strong>nte locura <strong>de</strong> su abuelo, se<br />
dispuso a seguirlo hasta don<strong>de</strong> fuera necesario. Continuaron hacia las puertas<br />
<strong>de</strong>l pueblo. Más allá <strong>de</strong> un <strong>de</strong>scampado, un fulgor mortecino entre la bruma<br />
parecía guiar al viejo. Desconcertada, Lucía se <strong>de</strong>jó conducir por el extraño<br />
recorrido <strong>de</strong>l anciano. Cuando tomó conciencia <strong>de</strong> que estaban andando<br />
por el cementerio, se acobardó y estuvo a punto <strong>de</strong> huir. Pero bajo el reflejo<br />
<strong>de</strong> la luna, que se colaba entre los nubarrones pesados, se encaminó tras él,<br />
que <strong>de</strong>ambulaba entre las tumbas sin <strong>de</strong>tenerse.<br />
Lucía circundó el enredo <strong>de</strong> sepulcros <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nados, con sus lápidas <strong>de</strong>scuidadas,<br />
sucias, abandonadas. Recordó el día <strong>de</strong>l entierro <strong>de</strong> sus padres.<br />
El cielo oscureció entonces y una lluvia torrencial se tragó en poco tiempo su<br />
infancia. En vano la intención <strong>de</strong> la gente por explicarle que sus padres estarían<br />
junto a Dios; a pesar <strong>de</strong> su corta edad comprendió que ese viaje significaba<br />
el fin <strong>de</strong> una vida en familia, el no volver a verlos nunca. Más tar<strong>de</strong> llegó<br />
su propio viaje, un viaje hasta las puertas <strong>de</strong> un convento penoso y una vida<br />
austera entre personas <strong>de</strong>sconocidas que, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> mucho esfuerzo y sufrimiento,<br />
acabaron por convertirse en su nueva familia.<br />
Los truenos sacudieron el cielo y, <strong>de</strong>l mismo modo que aquella noche, todo<br />
oscureció. Las gotas comenzaron a caer con fuerza sobre su cuerpo. Intentó<br />
cubrirse la cabeza con las manos, pero no sirvió <strong>de</strong> mucho. No distinguía<br />
nada a su alre<strong>de</strong>dor y, en la inmensa oscuridad, escuchó un sollozo. Intentó<br />
sentir <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> provenía, hasta que un relámpago iluminó la silueta <strong>de</strong>l anciano,<br />
<strong>de</strong> rodillas ante una tumba, con las manos abiertas acariciando la piedra<br />
fría.<br />
Lucía lo llamó a gritos, el viejo cogería una pulmonía con tanta lluvia, pero el<br />
hombre continuaba ensimismado. Corrió hacia él para llevárselo a la casa.<br />
El viejo lloraba sobre el sepulcro como si quisiera borrar el epígrafe con las<br />
uñas. Lucía se inclinó para <strong>de</strong>scubrir por quién <strong>de</strong>rramaba su abuelo esas lágrimas<br />
y un escalofrío le recorrió el alma. Su propio nombre, escrito en letras<br />
negras sobre una lápida nueva, clavada en la tierra aún húmeda y removida.<br />
Se restregó los ojos, comprobó las fechas. Se palpó el cuerpo y compren-<br />
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El regreso