El malduque de la Luna

esa mañana el cuerpo para bromas y lo que era en ellos la
ilusión por el reencuentro mío con mi padre, trasladado
en marzo a la prisión de Almería, resultaba para mí miedo,
un difuso temor a cómo pudiese encontrarlo, un temor
que me había ido embargando a lo largo de los últimos
días según se acercaba el momento de la partida y que se
había disparado la noche antes en una vertiginosa batería
de imágenes que llegaron a angustiarme hasta que caí dormido.
Me tiré el día entero, además de cansado, atrapado en
las redes de la melancolía y sólo a última hora parecí incorporarme
a la animación ambiente con el cómico ajetreo
del equipaje, al que añadí in extremis y como en un impulso
mis tres libros de TioPedro, el primero de los dos ritos
que me dejó esa noche: siempre desde entonces he viajado
con ellos como con un amuleto, y, por fin, la estación,
esa estación que conocía tan bien por fuera desde todos
sus ángulos pero apenas por dentro, y ese vagón desde abajo
inmenso que arriba parecía todo pasillo, un corredor
largo, misterioso, abarrotado de puertas y oscuro de madera
antigua y poca luz. Conocía yo, además, palmo a palmo
el panorama que se abría en abanico desde la lentitud cadenciosa
del tren en su salida: ¡La calle del señor Paco! ¡La
taberna de las chapas! ¡La calle del puente, la calle del
puente!, y me precipité al departamento porque ya sabía lo
que venía al otro lado, el Barrio, y quería por una vez contemplar
la imagen opuesta a la que tantas y tantas veces
había visto desde abajo, el segundo de los ritos que me
dejó esa noche: siempre desde entonces he contemplado
en cada partida o llegada por Atocha mi barrio de vez en
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