El malduque de la Luna

la cárcel, treinta y tres, se cubrió los ojos con una mano tal
vez para impedir que le brotase el llanto, y quiso disimularlo:
Me hacen ya falta gafas. Cada vez veo peor, suspiró;
Y yo, Juan. Hay puntadas que las hago ya de oído, sacó
mi madre un tono de dulzura extraño en ella.
Había aún claridad suficiente aunque el último pedazo
de sol se hubiese perdido ya tras las montañas cuando nos
alcanzó el coche de Zamora y, seguidos por la mirada de
dos guardias civiles que hacían su ronda, alcanzamos el
muelle vacío e inactivo. Sólo al final, tras atravesar media
docena de grúas que nunca había llegado yo a ver en movimiento
y pasado el restaurante que tanto gustaba a Tio-
Pedro, empezamos a ver agitación humana, pescadores
que manejaban redes, cabos, anzuelos enormes, cajas y
otros cuantos artilugios más en medio de la achacosa respiración
de unos barcos que parecían asmáticos, un gangoso
ronroneo que nos acompañó por todo el muelle hasta
una especie de almena ante la que paramos.
Repartió entonces TioPedro un ramo de flores por cabeza
y subimos la docena de escalones resbaladizos y gastados
tras mi padre y su paso solemne, lento como esa
franja de la tarde en que una luz tenue y un horizonte anaranjado
transmitían la calma que nunca le había conocido
yo a esas horas, aunque no sé si Juan Luna se fijaría en ello,
y en el perfil de la ciudad de tanto en tanto apuñalada por
las barras verticales de sus pocos edificios altos, y en los
acantilados sobre la carretera que serpenteaba a tiro de piedra
justo enfrente, y en la lejanía aún nítida del cabo que
cerraba la bahía al otro lado de esa balsa que desprendía
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