El malduque de la Luna

abajo para que este niño vea el mar, pidió TioPedro, y el
hombre cargó las maletas atrás, las fijó despacioso con una
soga, subimos nosotros balanceando la berlina con cada
pisada en el estribo y trepó él al pescante acunándonos a
todos.
Sin embargo, ni el mar inmenso que vi al poco desde
el coche ni la arena caliente por la que aquella tarde me
acerqué a él hasta tocarlo lograron arrancarme de ese miedo
que me dominaba: ¿por mi padre y cómo lo fuese a
ver?; ¿por mí y cómo me fuera yo a sentir?, más bien por
esto, porque es temeroso, por egoísta, el miedo, ese miedo
que no nace del sufrimiento o la pena por alguien sino de
nuestro sufrimiento por ese sufrimiento y de nuestra pena
por esa pena. Así es el miedo, personal e intransferible
como el más serio de nuestros documentos, miedo que
quita el sueño, y mal había dormido yo la noche antes,
miedo que cierra el estómago, y casi no había querido comer,
sentí aunque no supiese entonces explicármelo la tarde
después de nuestra llegada, en un taxi grande y de taxista
calvo como una bola de billar camino de unas tapias
terrosas coronadas de garitas con policía armado de metralleta,
de su portón metálico, de su corredor angosto y sucio
con alambres por todas partes antes de la nueva puerta
y su vestíbulo cochambroso y destartalado en el que una
gitana con un niño pequeño en los brazos chillaba cosas
incomprensibles a una monja tétrica y enana mientras
TioPedro se identificaba ante un hombre de uniforme azul
y aire paciente.
No sé si cerré los ojos pasillo adelante o si, simplemente,
estaban ya presos de la visión venidera: el pelo bastante
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