VE-05 SEPTIEMBRE 2014
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El día definitivo<br />
El reloj del Ayuntamiento dio las seis de la mañana. Las<br />
campanadas sonaron tenues al rebotar contra la niebla que cubría la<br />
torre y se apagaron despacio como si temieran despertar a la gente.<br />
Comenzaba a amanecer. La luz de las farolas sobre el asfalto<br />
diseñaba una mancha difusa de color ocre y caía desmayada sobre la<br />
niebla. Y hacía mucho frío.<br />
Las calles estaban desiertas. Los domingos de invierno nadie sale a<br />
esas horas, sólo los suicidas, como señala la tradición, o algunos locos<br />
que se dedican a correr, en bicicleta o a pie, envueltos en su propio<br />
aliento helado.<br />
El suicida se dirigía a pie hacia el puente. Mientras caminaba se<br />
topó con uno de esos corredores que madrugan más que el alba, pero<br />
que apenas le vio. Los corredores sólo observan la lejanía del camino<br />
que aún les queda por recorrer mientras atienden a las síncopas de su<br />
cuerpo.<br />
El suicida no pensaba en el camino que le quedaba por delante<br />
hasta llegar al puente porque para él sólo existía un camino de ida, pero<br />
no de vuelta. En realidad no pensaba en nada para no echarse atrás<br />
como las veces anteriores. Iba encogido dentro de su abrigo, tiritando.<br />
De haberle preguntado no hubiera podido definir dónde acababa el frío<br />
y comenzaba el miedo. Ambas sensaciones se confundían y alimentaban<br />
una a otra en su cuerpo y en su mente. Se decía a sí mismo que de hoy<br />
no pasaba. Este era su último y definitivo intento de suicidio.<br />
La muerte le esperaba tranquilamente sentada sobre el pretil como<br />
un cuervo negro, aunque él no la vio.<br />
El suicida se asomó al río. Venía preñado de agua marrón de las<br />
lluvias de los últimos días. Sintió un escalofrío por su espalda. La muerte<br />
le había rozado con su guadaña.<br />
Estuvo un buen rato observando la dirección de las aguas, los<br />
remolinos que la corriente creaba en la superficie, las pozas que se<br />
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