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EL LIBRO MÁS TRISTE DEL MUNDO<br />
Luquitas que dormía tranquilamente su siesta sobre<br />
el enorme sillón de ruedas.<br />
Segundos después de rebasar el amplio y veloz<br />
escalofrío, Nati, la hija de Lucas, se puso de pie, le<br />
hizo una señal a Debie para que se quedara con<br />
Luquitas y fue hasta la puerta: abrió. Allí estaba.<br />
Era él. Más canoso. Más blanco. Más <strong>del</strong>gado. Sonriente.<br />
Era él. Luego de tantos años sin verlo se dio<br />
cuenta de cuánto amaba, de cuánto quería, de cuánto<br />
había necesitado a aquel viejo que tenía <strong>del</strong>ante.<br />
De un salto se le prendió en el cuello y comenzó a<br />
llorar serenamente, con un llanto reposado y amargo<br />
que tenía guardado en el fondo de su corazón<br />
como el último reducto <strong>del</strong> cual se había asido y<br />
ahora se desprendía.<br />
<strong>El</strong> viejo la apretó suavemente contra su pecho y<br />
dejó que llorara. Cerró los ojos para sentir el <strong>del</strong>gado<br />
cuerpo de la niña que cuarenta años atrás había cargado<br />
por última vez. Con la mano húmeda le alisó el<br />
pelo negro, largo, idéntico al de Nata, su mujer. Y la<br />
separó para verle la cara.<br />
—No llores <strong>más</strong>, ssssu, no llores <strong>más</strong> —le dijo—.<br />
Ya estoy de vuelta.<br />
<strong>El</strong>la lo agarró por un brazo.<br />
—Ven, entra —le dijo—, pero no hagas ruido<br />
que Luquitas está durmiendo.<br />
—Mejor damos la vuelta y entramos por el fondo<br />
—le propuso el viejo—, así no lo despertamos y<br />
tenemos tiempo para hablar antes de verlo.<br />
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