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El libro más triste del mundo

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EL VIEJO SOLTÓ EL PELLEJO EN EL PRIMER PLATO QUE<br />

encontró en la cocina, abrió con cuidado de no hacer<br />

ruido la puerta que daba acceso a la sala y lo primero<br />

que sintió fue una vaharada agria que le entumeció<br />

la nariz. Evidentemente aquella habitación no se lavaba<br />

desde el día en que partió hacia el extranjero en<br />

busca <strong>del</strong> médico chino. Se le aguaron los ojos no<br />

solamente por la intensidad de los muchos olores<br />

mezclados, sino también por la <strong>triste</strong>za de saber que<br />

su nieto los respiraba a diario. Miró hacia atrás: su<br />

hija Nati y Sidartha lo escoltaban.<br />

—A él no le gusta que limpien la habitación —dijo<br />

Nati, la hija, con tono de disculpa.<br />

<strong>El</strong> viejo no dijo nada, se limitó a entrar suavemente,<br />

sin hacer el <strong>más</strong> mínimo ruido. Ya en el medio<br />

se sorprendió al percatarse de que todo estaba exactamente<br />

igual que antes, nada había sido movido <strong>del</strong><br />

sitio en que lo dejara diez años atrás cuando se despidió<br />

<strong>del</strong> niño y de la casa. Como una ráfaga le pasó<br />

por la cabeza su propia imagen allí, tantos años atrás,<br />

mirando cada objeto, como para atraparlo todo de<br />

una vez y que los años que vinieran por <strong>del</strong>ante, los<br />

arduos años que debía empeñar en la búsqueda de un<br />

remedio eficaz, no le hicieran perder la memoria de<br />

sus cosas. A pesar de que los olores agrios arreciaban a<br />

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