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EL LIBRO MÁS TRISTE DEL MUNDO<br />
cada paso que daba no pudo evitar que su corazón<br />
palpitara y se llenara de gozo. <strong>El</strong> viejo tocadiscos de<br />
la RCA Víctor, en la esquina; en la misma esquina<br />
donde lo colocara su esposa el día de San Valentín de<br />
1959 cuando él se lo trajera de regalo. <strong>El</strong> piano pequeño,<br />
casi de juguete, con el cual le tocó las primeras<br />
nanas a su nieto Luquitas cuando el chiquillo intranquilo<br />
se empecinaba en no dormir. La cama larga,<br />
mandada a hacer especialmente porque en las de<strong>más</strong><br />
sus pies sobresalían tres pulgadas exactas y le daba<br />
calambres dormir con ellos colgados. La alfombra<br />
anaranjada en el piso. Los retratos en las paredes: el<br />
de su difunta madre, el de su abuela Natividad<br />
Marrero, el de su abuelo Lucas Carvajal, el de su mujer<br />
ahora con un ramo de rosas blancas debajo. Todo<br />
igual. Todo. Exactamente igual porque ni él ni su<br />
mujer pudieron aceptar ja<strong>más</strong> que esa habitación tan<br />
amplia y tan fresca fuera la sala <strong>del</strong> apartamento.<br />
Ahora le ocasionaba risa. Qué <strong>más</strong> daba un cuarto<br />
que otro, pero así eran de inconformes y creativos en<br />
1951 cuando se mudaron para el bello apartamento.<br />
Lo cambiaron todo. Convirtieron un dormitorio en<br />
cocina, otro en sala y tras derrumbar una pared eligieron<br />
el tercero como cuarto de baño. Se percataba<br />
Lucas, el viejo, ahora, justamente en medio de la<br />
habitación, después de tanto tiempo, que él y su mujer<br />
no hicieron <strong>más</strong> que matar el sofocante aburrimiento<br />
que les ocasionaba vivir en un pueblo tan<br />
pequeño con todas aquellas travesuras hogareñas.<br />
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