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OTILIO CARVAJAL MARRERO<br />
—Está bien —aceptó Natividad cerrando la<br />
puerta—. Allá atrás, en el patio, están Tony y los<br />
muchachos. Han organizado una fiesta familiar para<br />
recibirte.<br />
—Qué bueno —dijo el viejo—, hace años que<br />
no estoy en una fiesta.<br />
—Es una bobería, solo para darte la bienvenida.<br />
Cuando salieron a la calle el viejo se percató de<br />
que Sidartha aún permanecía en el automóvil. Se<br />
acercaron.<br />
—Ven —le dijo Lucas a Nati, su hija—, quiero<br />
presentarte a Sidartha.<br />
<strong>El</strong> viejo abrió la puerta <strong>del</strong> coche pero el muchacho<br />
que estaba dentro <strong>del</strong> auto no se movió. Estaba<br />
pálido y con los ojos fijos en la puerta <strong>del</strong> balconcillo<br />
<strong>del</strong> apartamento. Cerró instintivamente.<br />
—¿Te sientes mal? —le preguntó Nati intentando<br />
mirar a través de los oscuros cristales <strong>del</strong> auto que solo<br />
devolvieron su propia imagen distorsionada. Sidartha<br />
no la escuchó, a sus oídos apenas llegaba un lejano<br />
murmullo <strong>del</strong> <strong>mundo</strong> exterior.<br />
—Déjalo un segundo —dijo el viejo—, está meditando.<br />
Desde que salimos de Miami no ha dejado<br />
de meditar.<br />
<strong>El</strong> viejo se recostó al automóvil.<br />
—¿Cómo está el niño? —preguntó.<br />
—Más o menos igual que cuando te fuiste —contestó<br />
Nati.<br />
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