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EL LIBRO MÁS TRISTE DEL MUNDO<br />
ninguno de los dos quisiera romper con la sorpresa<br />
increíble <strong>del</strong> reencuentro hasta que los ojos de<br />
Luquitas se desviaron hacia la pared.<br />
—¿Has cambiado mucho?<br />
—Sí, he cambiado mucho —le dijo el viejo sin<br />
separar la mirada de los ojos <strong>del</strong> nieto, como si no<br />
necesitara leer en la pared lo que Luquitas pensaba.<br />
—He tenido miedo de no reconocerte cuando<br />
llegaras. ¿En verdad, eres mi abuelo?<br />
—Te entiendo —le dijo el viejo incorporándose—,<br />
han pasado muchos años.<br />
Desde atrás, Nati, la madre, y Sidartha sonreían<br />
pero ambos por diferentes motivos. Nati, la madre,<br />
estaba segura ya de que Luquitas ja<strong>más</strong> reconocería<br />
en aquel viejo, ¡había cambiado tanto! al abuelo;<br />
Sidartha porque había por fin encontrado un resquicio,<br />
una diminuta luz para cumplir con el pedido<br />
de Baba. Desde que entró en la habitación se dio<br />
cuenta de que aquel era el sitio donde muy bien se<br />
podían purgar las pocas culpas que cargaba desde<br />
su primera encarnación. Sí, se dijo entre dientes,<br />
eso justamente es lo que haré y no solamente el<br />
muchacho: también yo podré salvarme. Contrario<br />
a sus costumbres estuvo a punto de dar un salto de<br />
alegría cuando se dio cuenta de que el perro se echó<br />
justamente sobre sus pies.<br />
—Han cambiado tus costumbres —dijo el muchacho<br />
al viejo—, antes olías a cal viva y ahora a<br />
agua de colonia.<br />
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