La Sirena Varada: Año III, Número 15
El decimoquinto número de La sirena varada: Revista literaria
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Corría a toda velocidad, con todas<br />
sus fuerzas, más como volar; Citlali<br />
intentaba escapar. <strong>La</strong>rgos y<br />
gruesos cabellos le cubrían la cara; un<br />
mar de lágrimas salía de sus ojos y en<br />
cuanto al vestido, ese vestido blanco<br />
que tanto cuidaba y amaba, ya no le<br />
importaba que se manchara.<br />
Un joven hombre la observaba a la<br />
distancia. Recargado en el muro, con<br />
los brazos cruzados, él la odiaba. En<br />
otro tiempo, en otras circunstancias,<br />
no la hubiera dejado escapar. Habría<br />
corrido por ella, le habría gritado y la<br />
habría alcanzado. Habría puesto su<br />
mano sobre su cara y la habría castigado.<br />
Ahora, pensaba, la iba a dejar. Dejaría<br />
que el hambre y el desierto hicieran<br />
su trabajo y solos ellos la pusieran en<br />
su lugar.<br />
Todos sabían las historias. Todo el<br />
pueblo conocía las leyendas y cada<br />
poblador decía saber de alguien que<br />
lo había presenciado, alguien de quién<br />
nunca más volvieron a escuchar.<br />
Adentrándote al desierto, cruzando<br />
el primer cerro y dirigiéndote al noroeste,<br />
se hablaba de un rio, un rio salado<br />
tan muerto como la tierra que lo rodeaba.<br />
No era, sin embargo, el río la causa<br />
de que ningún ser vivo se acercara.<br />
Se hablaba de un hombre o una mujer<br />
nacida de la maldad. Alguna clase<br />
de brujo o hechicero compartiendo<br />
cuerpo con el diablo. <strong>La</strong>s más viejas le<br />
decían Nahual: un ser terrible, completamente<br />
maligno, cuya forma cambiaba<br />
siempre por voluntad. Un ente casi<br />
sagrado que había perdido por completo<br />
su humanidad. Existía un cuento<br />
que hablaba de una persona, sin nombre<br />
ni familia, que dio todo por ser inmortal;<br />
desafió a sus dioses y ellos le<br />
condenaron quitándole su identidad.<br />
Él vivía en el río. Se alimentaba de<br />
seres pequeños y tomaba el agua producto<br />
de la mortalidad. Atraía vidas<br />
inocentes y las ofrecía en sacrificio en<br />
el fondo del raudal. Sin compasión ni<br />
misericordia, a sangre fría y mano rápida,<br />
nadie había visto al nahual sin haber<br />
sido ofrecido al mar.<br />
—¡Vaya pendejada! —se dijo Citlali,<br />
enojada—. Vieja pendeja.<br />
Seguía corriendo pero ya no lloraba.<br />
El pueblo había quedado atrás y ahora<br />
solo para ver el desierto volteaba. Ya<br />
había cruzado el cerro y los muchos<br />
metros que quedaban. Alcanzaba a ver<br />
el río y su color, oscuro y brillante, se<br />
apreciaba. Sin embargo, mas allá de<br />
dudar de su intención, sus pies dolían<br />
y sus piernas pesaban.<br />
Se detuvo un momento a tomar aire<br />
y colocó sus manos en la cintura.<br />
—Mi abuela era una pendeja —mencionó<br />
mientras respiraba—. Nahual…<br />
Que pendejada decía.<br />
Citlali tomó otro fuerte respiro, levantando<br />
su pecho, y se puso a caminar.<br />
Cada vez estaba más cerca del río y<br />
hasta ahora no había visto siquiera algún<br />
animal. El sol pegaba fuerte y la luz<br />
rebotaba. Con su frente de sudor y su<br />
vestido de tierra, pensaba: ¿Era capaz<br />
ella de hacer eso? Bueno, no tenía otra<br />
opción. Estaba decidida. Más decidida<br />
que jamás. Decidida y decidida.<br />
Alcanzo la rivera y se quitó la ropa.<br />
Colocó su blanco vestido en el suelo<br />
con mucho cuidado y se puso a llorar.<br />
Intentando no gritar, completamente<br />
desnuda, metió ambo pies al cauce y<br />
gritó; solo su cabeza sobresalía. Abrió<br />
la boca y empezó a tragar el agua, a tragar<br />
como si nunca la hubiera tomado.<br />
Uno, dos y tres grandes sorbos antes<br />
de que se empezara a ahogar. Tosió y<br />
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