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La Sirena Varada: Año III, Número 15

El decimoquinto número de La sirena varada: Revista literaria

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El aroma del café recién colado se<br />

mezcla con el recuerdo de la abuela<br />

aquella mañana. Ese día tomó<br />

su tinto, reposado y sin azúcar, cerró<br />

sus ojos verdes un instante para aspirar<br />

su fragancia. Una sonrisa dibujó sus<br />

labios al sentir el sabor amargo. Abrió<br />

la ventana y el sol le reveló su destino.<br />

«Extrañaré todo esto», le escuché y<br />

contempló los rayos que arañaban las<br />

nieblas en las montañas. Un arco iris se<br />

reflejaba en los rieles que cruzaban el<br />

caserío y sus destellos la encandilaron.<br />

No había otro camino de entrada y de<br />

salida del pueblo más que esa carrilera<br />

y el río. Ellos se encontraban más adelante<br />

en un puente que llevó la prosperidad,<br />

pero que luego trajo crecientes y<br />

despojos, de lluvias o de chusmas que<br />

arrasaban las veredas, por ellos la vida<br />

y la muerte tenían su vía.<br />

«Hoy será mi último baile», dijo. Pensé<br />

que la abuela había amanecido con las<br />

ideas despeinadas, que la razón nunca<br />

logró organizar. Casi no veía según decían,<br />

confundía todo y actuaba en conformidad;<br />

no era así, ella veía más que<br />

cualquiera, como me pasa a mí desde<br />

ese día. Sonrió con ternura y comenzó a<br />

bailar abrazada a sí misma, con los ojos<br />

cerrados. Daba vueltas y revueltas al<br />

ritmo de sus pasillos. Me gustaba verla<br />

desde la puerta sin que lo notara, mientras<br />

flotaba entre guisos y ollas, mientras<br />

sazonaba con alegría y ají.<br />

Mi abuela no era bien vista por sus<br />

vecinos, ella de tradición conservadora,<br />

religiosa y sumisa, se fue a vivir la aventura<br />

con el liberal del pueblo, un rebelde<br />

de palabras, un poeta del espíritu.<br />

Se decía que desde allí comenzaron<br />

sus locuras, pero ya antes vestía pantalón<br />

y camisa todo el día y no aceptaba<br />

usar sostén. <strong>Año</strong>raba su juventud,<br />

cuando aprendió a leer y a escribir a<br />

escondidas en la escuela, porque no la<br />

dejaban entrar y luego escribió versos<br />

que le leyó a mi abuelo. En esa época<br />

salía sola en tren o caminando por los<br />

rieles para ir a fiestas y reuniones en<br />

otras veredas y decía: «no necesito que<br />

ningún hombre me proteja, me se defender».<br />

Fueron los momentos más felices<br />

de su vida, los recordaba mejor que<br />

a sus dos hermanos, a los que prefería<br />

no tener presentes, olvidaba sus nombres<br />

o nos los reconocía al verlos. Uno<br />

fue un sacerdote que la excomulgó por<br />

libertina y el otro un policía que cuando<br />

supo de sus amores con mi abuelo,<br />

le dijo: «a esta casa no vuelve y menos<br />

con el Ángel ese, el masón». Sus hijos<br />

fueron liberales perseguidos por la sotana<br />

y el fusil, hasta que regresaron con<br />

la amnistía del Frente Nacional, sin embargo,<br />

en el pueblo nunca perdonaron<br />

que pariera tanto liberal.<br />

—¡Abuela!, vamos a la galería —corrí<br />

a abrazarla, sabía que mi mayor ilusión<br />

era salir al mercado todas las mañanas,<br />

allí me encontraba con mis amigas y<br />

jugábamos a las escondidas, mientras<br />

ella pasaba tiempo escogiendo frutas y<br />

hortalizas. Alistó su canasto de mimbre,<br />

tomó la ruana y me cogió de la mano.<br />

Caminamos descalzas a través de una<br />

trocha que iba a la plaza. Yo adoraba<br />

sentir el rocío de la mañana en mis<br />

pies, los suyos aborrecían los zapatos y<br />

se tropezaba mucho con ellos, los únicos<br />

que tenía eran unos negros brillantes<br />

de charol, para funerales o para ir a<br />

bailar a las otras veredas, entonces no<br />

tropezaba y los usaba con un vestido<br />

de seda y encajes solo para la ocasión,<br />

muy ceñido al cuerpo.<br />

Al llegar a la plaza, vi a dos policías<br />

parados en una esquina que la mira-<br />

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