KAMAKSHI Por PabloBrion 62
Tomaba café sola, en la mesa de un bar. El detective la observaba: la despreocupada concentración con que abría los sobres de azúcar, el lento movimiento circular de la cucharita, el sinuoso cruzar de sus largas piernas en medias negras, el pelo firmemente trenzado con un cordón encerado, un collar con un elefante sobre sus turgentes pechos, la revista que hacía minutos que miraba sin girar las páginas. El detective supo que había sido descubierto y fue hacia su mesa. —Hola —lo recibió ella, levantando la vista apenas se aproximó—. ¿Tuviste valor? —Me llamo Milton —dijo él—. Soy detective privado, estoy investigando un caso. —Interesante, ¿qué investiga? —contestó ella, con un tono divertido. —Pensé que investigaba una infidelidad, luego se transformó en una desaparición y ahora creo que estoy investigando un asesinato. —Si es un invento para captar mi atención es de los mejores que escuché, señor Milton. —No lo es. Estuve siguiendo a un hombre que se encontró con usted dos veces, su esposa me contrató para investigar una posible infidelidad. Vi que ayer se marchaban juntos pero el hombre no regresó a su casa. —Si está acusándome o soy sospechosa, ¿por qué no va a la policía? Para ser un investigador de revistas rosas, esto puede ser demasiado para usted — dijo ella, con sarcasmo, mientras lo miraba a los ojos. Milton no llegó a ofenderse. Contestó sonriendo tranquilo. —Es posible que vaya. Pero por mi experiencia si un hombre engaña a la esposa también engaña a la amante apenas tiene oportunidad, así que decidí seguirla para ver si usted sabía algo, o el verla me revelaba algo acerca de su paradero. —¿Y el verme le reveló algo? —preguntó ella, mientras se reclinaba en la silla en una pose más seductora. Milton la miró a pesar suyo, la sonrisa pícara, los ojos chispeando entre burlona y sensual. Unos labios rojos entreabiertos muy atractivos, y las piernas que se movían sinuosamente en forma casi hipnótica.Lo seducía adrede y él lo sabía. Ella también sabía que él lo sabía. —No me reveló nada, de hecho, ni siquiera sé su nombre. —Me llamo Uma, ¿en qué lo puedo ayudar? —contestó ella, sonriendo y ofreciéndole su mano. Milton sintió el deseo de besarla apenas la extendió, en lugar de estrechársela. Se contuvo, con esfuerzo. —Roberto Rodriguez. Lo encontró dos veces en este bar, a esta misma hora. ¿Qué puede decirme? —No sé si me conviene decirle algo. ¿Cómo saber si tiene micrófonos? Puede que no me interese contestar en estas circunstancias si insiste en considerarme una sospechosa. —No. No uso micrófonos, y para ser sincero usted no aparece claramente en ninguna de las fotos que tomé, aun cuando los seguí. —Entonces sabe dónde vivo. —En el edificio que está dos cuadras subiendo la calle, el que tiene un león de mármol en la puerta. —Sabe de mí mucho más que yo de usted. Milton, le propongo algo: no hable con la policía y muéstreme una credencial, o una identificación, y le permito que me acompañe a mi departamento si quiere investigar. Cómo no puedo saber si me está grabando, aquí no le voy a decir nada. Ella se inclinó hacia adelante y sus ojos y su cuerpo eran una invitación a acom- 63