TÚ QUE ME CONOCES Por N.C. Ayensa 38
El timbre del móvil lo pilló en medio de un atasco, con la vista puesta en su foto de boda. Su mujer lo miraba desde el papel, y lo hacía de forma extraña. Lo había mirado así muchas veces en los últimos meses, años incluso, pero nunca al principio, o eso creía hasta que volvía a fijarse en aquella foto que guardaba en el salpicadero. Apartó la vista. <strong>La</strong>s gotas de lluvia se estrellaban contra la luna y eran sacudidas por los limpiaparabrisas. Esperó unos segundos mientras los altavoces emitían esa maldita melodía que también usaba como despertador. Empezaba a invadirle un mal presentimiento. <strong>La</strong>s gotas volvían a estrellarse y se esfumaban de nuevo, barridas por los látigos de goma. Activó el manos-libres. Escuchó una sibilancia. Preguntó. ¿Quién era? Sonó la voz de su mujer, lejana y entrecortada. Al principio no la entendió. Apagó el motor. <strong>La</strong> voz cobró sentido poco a poco: «Que me mata. Que me mata», repetía. Echó el freno de mano y abandonó el coche en medio de la calzada. Seguro que le gritaron, que chillaron las bocinas. Tuvieron que hacerlo. Pero solo recuerda el cielo encapotado y sus cuchillas heladas, sus piernas de fango que apenas lo sostenían y un corazón que iba a estallar. <strong>La</strong> llamó al móvil, y después al teléfono fijo de casa. Muchas veces. Todas sin respuesta. Corrió bajo la tormenta. Cuando llegó al portal, nada parecía anunciar una desgracia. Al contrario, todo estaba en calma y la lluvia amainaba. Subió las escaleras de cuatro en cuatro. <strong>La</strong> puerta del apartamento estaba intacta y todavía cerrada con llave: su mujer siempre lo hacía, pero él solía olvidarlo y se excusaba llamándola miedosa. El graznido de las bisagras al abrir resonó en un hall vacío. Lo atravesó deprisa y se adentró en el pasillo, a mano derecha. Se paró en seco al ver algo en el suelo. Era la rejilla del conducto del aire acondicionado. Alzó la vista y miró el hueco en la pared, negro como una noche sin luna y sin estrellas, y un extraño peso nació en sus tripas y bajó por sus piernas hasta volverlas torpes y lentas. Pero siguió adelante, surcando el pasillo apenas bañado por la luz que entraba desde el salón, al final del todo. Ya en el umbral vio dos sillas revolcadas. Se adentró. Más lejos, el teléfono descolgado oscilaba entre las patas del escritorio. Aquel péndulo le hizo recordar la noche que pasó solo en casa, de niño, cuando sonó el teléfono y él se levantó de la cama, corrió hasta el despacho de su padre y descolgó en medio de la oscuridad. Había línea pero nadie dijo nada al otro lado, solo una respiración, un jadeo, y él dejó el auricular y se fue a su cuarto deprisa, se tapó hasta los ojos y ya no pudo dormir hasta que llegó su madre. Volvió en sí. Solo faltaban dos estancias por recorrer: una galería blanca de ventanales que daban al patio interior, y la cocina. Desde el salón accedió a la galería. <strong>La</strong> ropa colgaba, afuera, empapada, en los tendederos. <strong>La</strong>s prendas parecían figuras deprimidas bajo una luz gris que se filtraba a través de todos los cristales; todos salvo el último, frente a la puerta de la cocina. Aquel lo bañaba una salpicadura oscura y espesa como el telón de una vieja sala de teatro. <strong>La</strong>s sienes le latían. No podía ver el interior de la cocina, solo el marco de la puerta en escorzo. Tiritaba. Se paró en seco y llamó bajito. Silencio. Repitió 39