La Sirena Varada: Año III, Número 15
El decimoquinto número de La sirena varada: Revista literaria
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Los Valdivia escucharon el tambor a<br />
mediados de septiembre. Al principio<br />
pensaron que se trataría de ratas<br />
que emergían de las cloacas con la<br />
puesta de sol, pero cuando Fernando<br />
Valdivia puso mayor atención a las percusiones<br />
encontró que estas tenían un<br />
ritmo: algo difícil de adjudicarle a las<br />
azarosas rutas de un animal nocturno<br />
y que lo inquietó mucho.<br />
Eran nuevos en el sector y poco sabían<br />
de la vida silvestre que merodeaba<br />
por allí, así que le restaron importancia<br />
al asunto. «Si los pájaros cantan<br />
bonito, ¿por qué una rata no puede<br />
tener tacones y caminar con elegancia?<br />
Este es un barrio exclusivo, Fernando.<br />
Hasta las ratas son glamurosas por<br />
aquí», dijo Eleonora de Valdivia en un<br />
tono mordaz, salpicando de indiferencia<br />
el peculiar hallazgo de su esposo.<br />
Él, como era su costumbre en esos casos,<br />
se encogió de hombros para evitar<br />
una discusión que con toda seguridad<br />
concluiría con él durmiendo en el sofá<br />
de la sala, y fue esa la razón por la que<br />
dejó de espantarle el sueño a su esposa<br />
y se entregó solitario al batir de los cueros,<br />
que trataba de arrancarle en cada<br />
golpe el recuerdo de una historia que<br />
palpitaba en algún recóndito lugar de<br />
su corazón.<br />
Fernando empezó vendiendo cocos<br />
fríos en las playas. Era apenas un niño<br />
pero ya disfrutaba colándose entre los<br />
turistas millonarios que encontraban<br />
un paraíso donde él no veía más que<br />
palmeras erigidas como barrotes y callejuelas<br />
tramposas que no llevaban a<br />
ninguna parte, porque allí todo era fantasía:<br />
la arena se le antojaba como vidrio<br />
molido y el mar le parecía un abismo<br />
egoísta e insondable que nunca lo<br />
dejaría salir, a menos que fuese con<br />
un tiquete de avión o como empleado<br />
en un crucero. Con la juventud en flor<br />
abandonó la escuela y consiguió un<br />
empleo de temporada como mesero<br />
en los hoteles de la zona turística. Allí<br />
aprendió a preparar bebidas exóticas,<br />
que no eran más que los jugos tradicionales<br />
de su isla mezclados con alcohol.<br />
De cualquier manera el talento fue<br />
advertido por los administradores del<br />
hotel, que de inmediato lo enviaron a<br />
profesionalizarse en la capital.<br />
El día de su partida Fernando vio la<br />
isla reducida a una mancha insignificante<br />
y peligrosa, como esas plantas<br />
carnívoras que seducen antes de matar.<br />
De pronto lo asistió el deseo de despedirse<br />
de ella, pero en vez de eso la maldijo<br />
y le dio la espalda.<br />
Una carrera exitosa y un vertiginoso<br />
ascenso lo pusieron en cruceros que lo<br />
llevaron por todo el mundo. Llegaba a<br />
islas plagadas de turistas alegres y de<br />
nativos sudorosos y atareados que regateaban<br />
el precio de una cazuela de mariscos<br />
o de un masaje con aceites y se<br />
reconocía él mismo en cada miseria, y la<br />
miseria misma lo reconocía a él en cada<br />
viaje. Tan pronto como desembarcaban,<br />
Fernando cerraba los ojos y se internaba<br />
en los recuerdos tristes de la infancia,<br />
se armaba de valor y en un solo escupitajo<br />
exorcizaba los remordimientos que<br />
le roían el alma: la familia, los amigos,<br />
pero sobre todo algo más profundo<br />
que siempre se estremecía dentro de<br />
él y que no podía descifrar con claridad.<br />
Con el tiempo aprendió a vivir con esa<br />
aflicción y los años le fueron venturosos.<br />
De sus incontables viajes le quedó<br />
una considerable fortuna, una esposa<br />
déspota y un recuerdo borroso que no<br />
lograba adoptar una forma reconocible<br />
pero que ahora, cuarenta y nueve años<br />
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