MACUA Por J.B. Fernandini 26
I Extracto del diario de Felipe Rodrigo de Mendoza, jesuita de la misión de Macua. Me veo obligado a dejar el pueblo por un tiempo. Han venido a buscarme los hermanos, requieren ayuda en otra misión donde los nativos corren peligro de violarse sus derechos. Aprovecharé el viaje para traer suministros muy necesitados a Macua, en mi retorno. Jesuita Felipe Rodrigo de Mendoza, Virreinato del Perú. 4 de enero de <strong>15</strong>92. II En el medio de las abundantes selvas del amazonas, Macua, una pequeña aldea proveniente de una tribu regional, hacía su breve aparición. Rodeada de arboleda, habría varias docenas de chozas de barro, y en el mismo centro del pueblo, se erguía una capilla de madera, la estructura más alta, si bien apenas superaba a las viviendas alrededor. En la cima de la misma se encontraba la cruz cristiana. Hacía ya unas décadas que el cristianismo había sido impuesto en esta región, algunas tribus habían sido enseñadas las practicas coloquiales traídas del Viejo Mundo y los jesuitas colaboraban para proteger a las tribus indígenas de ser traficadas como esclavos y mineros, razón por la cual estaban en constante enfrentamiento con los colonizadores y traficantes; sus intenciones de salvación hacia las tribus generaron todo tipo de fricción. <strong>III</strong> El hombre parecía tener mil años encima. Nunca antes en el pueblo se había visto a un hombre tan viejo y deteriorado como este extraño. Tenía la piel tan maciza que parecía que nada pudiera atravesarla. No parecía tener ningún rastro de cabellera; si tuvo, fue hace mucho tiempo. Sus túnicas no eran de esta región, ni de ninguna cercana. Observaba todo con crueldad, como si tuviera el odio de centenares de hombres adentro suyo. <strong>La</strong>s gentes estaban incómodas con su presencia. El visitante no se instaló en el pueblo. Llegó hasta el centro, observó a su alrededor, observó la capilla, y procedió hacia la selva. Antes de que baje el sol, los pueblerinos vieron una columna de humo que provenía del interior de la selva, en la misma dirección por donde había desaparecido el perverso viajero. Esa noche, la selva no siguió las reglas. IV Con la luna llena en lo más alto, un observador aldeano, salando sus carnes, se detuvo a tomar un respiro, a escuchar el grillar y los cánticos noctámbulos que proveía el entorno. Su mirada se perdió en las incontables constelaciones que se mostraban en el cielo. No las entendía, no sabía bien que eran, pero sin duda las estrellas lo enamoraron desde su niñez. Sin embargo, todas las noches trataba de encontrar nuevas formas con estas divinidades, pero le costaba, ya le costaba encontrar las que se le enseñaron a temprana edad. Eventualmente, se aburrió del esfuerzo mental, entró devuelta y volvió a salar. 27