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Capitanes intrepidos

LA gastada puerta abierta del salón de fumar dejaba pasar la niebla del Atlántico Norte, mientras el gran barco de pasajeros se hundía y se elevaba, sonando su sirena para avisar a los barquichuelos de la flota de pescadores. -Ese chico, Cheyne, es la mayor molestia de a bordo -dijo un hombre cerrando la puerta de un portazo-. No lo necesitamos aquí. Es demasiado desvergonzado. Un alemán de pelo blanco extendió la mano para apoderarse de un sandwich y farfulló mientras mordía: -Conozco esa ralea. Abunda en Ameriga. Siempre digo que deberrían permitir la imporrtación libre de desechos de cuero para correas. -¡Bah! Realmente, no es un mal muchacho. Merece más que se le compadezca - comentó un neoyorquino arrastrando las palabras mientras estaba echado cuan largo era sobre los almohadones- Desde que era una criatura lo han arrastrado de un hotel a otro. Esta mañana estuve hablando con su madre. Es una mujer encantadora, que no cree que pueda manejarlo. Lo llevan a Europa a que termine su educación. Un señor de Filadelfia, acurrucado en un rincón, comentó: -Su educación no ha empezado aún. Ese muchacho tiene doscientos dólares mensuales para sus gastos. Él me lo ha dicho. Y todavía no ha cumplido dieciséis años. -Su padrre posee varrias líneas de ferrrocarril, ¿no es así? -preguntó el alemán. -Sí, y, además, minas, aserraderos y barcos. Tiene una casa en San Diego y otra en Los Ángeles. Posee media docena de líneas de ferrocarril, como también la mitad de los bosques de la costa del Pacífico, y deja que su mujer gaste el dinero -prosiguió cansino el de Filadelfia-. Parece que el clima del oeste no le conviene. Se pasa la vida viajando con su hijo y sus nervios, tratando de averiguar lo que puede divertir a su vástago. Supongo que empieza en Florida, sigue por los Adirondacks, Lakewood, Hot Springs, Nueva York y vuelta a empezar otra vez. La verdad es que el muchacho no parece otra cosa que un empleado de hotel de segunda clase. Cuando vuelva de Europa no habrá quien lo aguante. -¿Por qué su viejo no se ocupa personalmente de él? -preguntó una voz. -El padre se ocupa de hacer dinero. Supongo que no querrá que lo molesten. Dentro de unos pocos años advertirá su error. Es una lástima, porque, a pesar de todo, el muchacho no es malo en el fondo, si alguien se tomara la molestia de descubrirlo.

LA gastada puerta abierta del salón de fumar dejaba pasar la niebla del Atlántico Norte,
mientras el gran barco de pasajeros se hundía y se elevaba, sonando su sirena para avisar a
los barquichuelos de la flota de pescadores.
-Ese chico, Cheyne, es la mayor molestia de a bordo -dijo un hombre cerrando la puerta
de un portazo-. No lo necesitamos aquí. Es demasiado desvergonzado.
Un alemán de pelo blanco extendió la mano para apoderarse de un sandwich y farfulló
mientras mordía:
-Conozco esa ralea. Abunda en Ameriga. Siempre digo que deberrían permitir la
imporrtación libre de desechos de cuero para correas.
-¡Bah! Realmente, no es un mal muchacho. Merece más que se le compadezca -
comentó un neoyorquino arrastrando las palabras mientras estaba echado cuan largo era
sobre los almohadones- Desde que era una criatura lo han arrastrado de un hotel a otro.
Esta mañana estuve hablando con su madre. Es una mujer encantadora, que no cree que
pueda manejarlo. Lo llevan a Europa a que termine su educación.
Un señor de Filadelfia, acurrucado en un rincón, comentó:
-Su educación no ha empezado aún. Ese muchacho tiene doscientos dólares mensuales
para sus gastos. Él me lo ha dicho. Y todavía no ha cumplido dieciséis años.
-Su padrre posee varrias líneas de ferrrocarril, ¿no es así? -preguntó el alemán.
-Sí, y, además, minas, aserraderos y barcos. Tiene una casa en San Diego y otra en Los
Ángeles. Posee media docena de líneas de ferrocarril, como también la mitad de los
bosques de la costa del Pacífico, y deja que su mujer gaste el dinero -prosiguió cansino el
de Filadelfia-. Parece que el clima del oeste no le conviene. Se pasa la vida viajando con
su hijo y sus nervios, tratando de averiguar lo que puede divertir a su vástago. Supongo
que empieza en Florida, sigue por los Adirondacks, Lakewood, Hot Springs, Nueva York
y vuelta a empezar otra vez. La verdad es que el muchacho no parece otra cosa que un
empleado de hotel de segunda clase. Cuando vuelva de Europa no habrá quien lo aguante.
-¿Por qué su viejo no se ocupa personalmente de él? -preguntó una voz.
-El padre se ocupa de hacer dinero. Supongo que no querrá que lo molesten. Dentro de
unos pocos años advertirá su error. Es una lástima, porque, a pesar de todo, el muchacho
no es malo en el fondo, si alguien se tomara la molestia de descubrirlo.

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¡Oh, aguas y mares, bendecid al Señor,

alabadle y magnificadle por siempre!

¿Acaso no tienen derecho? -preguntó Dan-. Ha estado en el banco lo mismo que

todos nosotros.

-No con ese traje -dijo burlonamente el tío Salters.

-Cállate, Salters -terció Disko-. Harvey, quédate donde estás.

Terminado el canto, se levantó uno de los principales funcionarios de la

municipalidad, dando la bienvenida a todas las personas que habían llegado a

Gloucester, sin olvidarse de hacer notar los puntos en los cuales Gloucester era mejor

que el resto del mundo. Se aplicó después a la riqueza marítima de la ciudad y habló

del precio que hay que pagar por la cosecha anual. Más tarde se indicarían los

nombres de los muertos, que eran ciento setenta (las viudas se miraron mutuamente).

Gloucester no podía enorgullecerse de poseer grandes establecimientos industriales.

Su hijos trabajaban por lo que daba el mar; todos sabían que los bancos de pesca no

eran tierras para pastar vacas. Lo más que podían hacer los que se quedaban en tierra

era ayudar a las viudas y a los huérfanos; después de unas cuantas generalidades

aprovechó la oportunidad para agradecer, en nombre de la ciudad, a aquellos que

movidos por el espíritu de cooperación habían consentido en contribuir al acto.

-Desprecio la parte en que piden limosna -gruñó Disko-. ¡Qué se va a imaginar la

gente de nosotros!

-Si la gente no fuera tan manirrota y ahorrara algo, cuando se le presenta la ocasión

-replicó Salters-. Está claro que deberían avergonzarse. ¡Oye, chico! Vete fijando en

eso. La riqueza no dura más de una estación si te la gastas en lujos...

-Pero, cuando se pierde todo, todo -dijo Penn-, ¿qué te queda por hacer entonces?

Una vez, yo... -la mirada de sus ojos azules recorrió todo el salón como si buscara

algo que le calmara-. Una vez leí en un libro..., creo que fue una embarcación, donde

se ahogaron todos, excepto uno..., y él me dijo...

-¡Tonterías! -le interrumpió Salters-. Lee un poco menos y confía más en tu propia

cabeza y entonces podrás ganar para vivir, Penn.

Harvey, enredado entre los pescadores, sentía un hormigueo, una picazón y un

estremecimiento que empezaba en la nuca y terminaba en los pies. Además sentía

frío, aunque era un día caluroso.

-¿Es esa la actriz de Filadelfia? -preguntó Disko Troop echando miradas de

desprecio al proscenio-. Harvey, supongo que habrás arreglado el asunto de Ireson.

Ya sabéis por qué.

Aquella mujer no cantó El viaje del capitán Ireson, sino una especie de poema

acerca de un puerto de pescadores llamado Brixham y una flotilla de embarcaciones

que pescaban con red y que luchaban contra una tormenta feroz, en plena noche. Las

mujeres del pueblo hicieron una gran fogata en el extremo del muelle con cualquier

cosa que pudiera caer en sus manos.

Sacaron la manta a la abuela;

que tembló de frío y les dijo que se fueran;

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