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Los hombres más distinguidos en toda Jerusalén no podrían haber
recibido mayor respeto en su muerte. Los humildes seguidores de Jesús se
sorprendieron al ver el interés de estos ricos príncipes en sepultar a su
Maestro.
Al perder la esperanza, los discípulos estaban agobiados de dolor por la
muerte de Cristo. Olvidaron que él les había dicho que esto debía ocurrir y
estaban sin esperanza. Ni José ni Nicodemo habían aceptado abiertamente al
Salvador mientras vivía. Pero, al interesarles sus enseñanzas, habían vigilado
estrechamente cada paso de su ministerio. Aunque los discípulos habían
olvidado las palabras del Salvador que predecían su muerte, José y
Nicodemo las recordaban bien. Por esto es que las escenas relacionadas con
la muerte de Jesús descorazonaron tanto a los discípulos al punto de vacilar
en su fe. Pero en el caso de estos príncipes, esas mismas escenas sirvieron
para probar que realmente era el Mesías. Esto los condujo a tomar la firme
determinación de seguirlo.
La ayuda de estos hombres ricos y respetados era muy valiosa y
necesaria en esas circunstancias. Ellos podían hacer por su Maestro muerto
lo que era imposible para los pobres discípulos.
Con cuidado y reverencia, con sus propias manos bajaron el cuerpo de
Cristo de la cruz; lágrimas de simpatía se deslizaban por sus mejillas
mientras observaban el cuerpo magullado y herido.
José poseía una tumba nueva, labrada en una roca. La había construído
para su propio uso, pero ahora la preparó para Jesús. Envolvieron el cuerpo
en una sábana de lino, junto con las especias que había traído Nicodemo, y lo
colocaron en la tumba.
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