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La Única Esperanza - Elena G. de White

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Los hombres más distinguidos en toda Jerusalén no podrían haber

recibido mayor respeto en su muerte. Los humildes seguidores de Jesús se

sorprendieron al ver el interés de estos ricos príncipes en sepultar a su

Maestro.

Al perder la esperanza, los discípulos estaban agobiados de dolor por la

muerte de Cristo. Olvidaron que él les había dicho que esto debía ocurrir y

estaban sin esperanza. Ni José ni Nicodemo habían aceptado abiertamente al

Salvador mientras vivía. Pero, al interesarles sus enseñanzas, habían vigilado

estrechamente cada paso de su ministerio. Aunque los discípulos habían

olvidado las palabras del Salvador que predecían su muerte, José y

Nicodemo las recordaban bien. Por esto es que las escenas relacionadas con

la muerte de Jesús descorazonaron tanto a los discípulos al punto de vacilar

en su fe. Pero en el caso de estos príncipes, esas mismas escenas sirvieron

para probar que realmente era el Mesías. Esto los condujo a tomar la firme

determinación de seguirlo.

La ayuda de estos hombres ricos y respetados era muy valiosa y

necesaria en esas circunstancias. Ellos podían hacer por su Maestro muerto

lo que era imposible para los pobres discípulos.

Con cuidado y reverencia, con sus propias manos bajaron el cuerpo de

Cristo de la cruz; lágrimas de simpatía se deslizaban por sus mejillas

mientras observaban el cuerpo magullado y herido.

José poseía una tumba nueva, labrada en una roca. La había construído

para su propio uso, pero ahora la preparó para Jesús. Envolvieron el cuerpo

en una sábana de lino, junto con las especias que había traído Nicodemo, y lo

colocaron en la tumba.

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