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¡Caifás, perdónalo!
Cuando el juicio concluyó, Judas no pudo resistir la tortura de su
conciencia culpable. De pronto sonó en la sala una voz ronca, que hizo
estremecer de pánico los corazones de todos los presentes:
"¡Es inocente! ¡Perdónalo, Caifás! ¡No ha hecho nada que merezca la
muerte!"
La alta figura de Judas se vio entonces abriéndose paso a través de la
turba asustada. Su rostro estaba pálido y desfigurado, y grandes gotas de
sudor brotaban de su frente. Corrió ante el estrado de los jueces y arrojó
delante del sumo pontífice las monedas de plata que habían sido el precio de
la traición a su Señor.
Con desesperación se aferró del manto de Caifás y le rogó que liberase
a Jesús, declarando que no había hecho ningún mal. Caifás lo sacudió con
enojo, y apartándolo de sí le dijo con desprecio:
"¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!" Mateo 27:4.
Judas se arrojó entonces a los pies del Salvador. Confesó que Jesús era
el Hijo de Dios, y le rogó a él que se librase de sus enemigos.
El Salvador sabía que Judas no estaba realmente arrepentido de lo que
había hecho. El falso discípulo temía recibir el castigo merecido por su acto
terrible, pero no sentía verdadero dolor por haber traicionado al inmaculado
Hijo de Dios.
Sin embargo, Cristo no le dirigió ninguna sola palabra de condenación.
Lo miró con piedad a Judas y le dijo:
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