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La Única Esperanza - Elena G. de White

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¡Caifás, perdónalo!

Cuando el juicio concluyó, Judas no pudo resistir la tortura de su

conciencia culpable. De pronto sonó en la sala una voz ronca, que hizo

estremecer de pánico los corazones de todos los presentes:

"¡Es inocente! ¡Perdónalo, Caifás! ¡No ha hecho nada que merezca la

muerte!"

La alta figura de Judas se vio entonces abriéndose paso a través de la

turba asustada. Su rostro estaba pálido y desfigurado, y grandes gotas de

sudor brotaban de su frente. Corrió ante el estrado de los jueces y arrojó

delante del sumo pontífice las monedas de plata que habían sido el precio de

la traición a su Señor.

Con desesperación se aferró del manto de Caifás y le rogó que liberase

a Jesús, declarando que no había hecho ningún mal. Caifás lo sacudió con

enojo, y apartándolo de sí le dijo con desprecio:

"¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!" Mateo 27:4.

Judas se arrojó entonces a los pies del Salvador. Confesó que Jesús era

el Hijo de Dios, y le rogó a él que se librase de sus enemigos.

El Salvador sabía que Judas no estaba realmente arrepentido de lo que

había hecho. El falso discípulo temía recibir el castigo merecido por su acto

terrible, pero no sentía verdadero dolor por haber traicionado al inmaculado

Hijo de Dios.

Sin embargo, Cristo no le dirigió ninguna sola palabra de condenación.

Lo miró con piedad a Judas y le dijo:

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