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empinado y rocoso, y pasaba por una región agreste y solitaria. Aquí el
hombre fue asaltado por los ladrones, y despojado de cuanto tenía. Lo
golpearon, lo hirieron, y lo dejaron en el camino como muerto.
Mientras el hombre estaba allí tirado, pasaron por el lugar un sacerdote
y un levita del templo de Jerusalén. Pero en vez de ayudarlo, siguieron de
largo por otro lado.
Estos hombres habían sido elegidos para oficiar en el templo de Dios y
debían haber estado, como él, llenos de misericordia y bondad. Pero sus
corazones eran fríos y duros.
Después de un rato se acercó un samaritano. Los samaritanos eran
despreciados y odiados por los judíos, a tal punto que no les hubiesen
ayudado ni con un vaso de agua, ni con un bocado de pan. Pero el samaritano
no pensó en eso. Tampoco en los ladrones que podían estar aguardándolo.
Allí estaba el extranjero, desangrándose y a punto de morir. Se despojó
de su propio manto y lo envolvió.
Le dio de beber su propio vino y puso aceite sobre sus heridas. Lo
subió a su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó toda la noche.
A la mañana siguiente, antes de partir, pagó al posadero para que lo
cuidara hasta que se restableciese. Cuando Jesús terminó de contar la historia
se volvió hacia el doctor de la ley y le preguntó:
"¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó
en manos de los ladrones?"
El doctor de la ley respondió: "El que usó de misericordia con él".
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