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La tierra tiembla y se sacude a medida que se acerca ese ser poderoso
procedente de otro mundo. Viene con una misión gozosa; y la velocidad y el
poder de su vuelo hacen que el mundo tiemble como si fuera sacudido por un
gran terremoto. Soldados, funcionarios y centinelas caen como muertos a
tierra.
Había también otra guardia junto a la tumba del Salvador: los ángeles
del diablo estaban allí. El Hijo de Dios había muerto y su cuerpo era
reclamado por Satanás, quien pretendía tener el poder de la muerte.
Los ángeles de Satanás estaban allí para tratar de que ningún poder
arrebatase a Jesús de sus manos. Pero cuando el majestuoso ser celestial,
enviado del trono de Dios, se aproximó, con terror huyeron del escenario.
El ángel tomó la gran piedra, que estaba a la entrada de la tumba, y la
hizo rodar fuera como si se tratara de un guijarro. Luego, con una voz que
hizo temblar la tierra, exclamó:
"¡Jesús, Hijo de Dios, ven fuera! ¡Tu Padre te llama!"
Entonces aquel que había ganado el poder sobre la muerte y sobre la
tumba salió del sepulcro. Sobre la tumba destruida proclamó: "Yo soy la
resurrección y la vida". La hueste de ángeles se postró en adoración delante
del Redentor, y le dio la bienvenida con cánticos de alabanza.
Jesús salió con paso de conquistador. A su presencia la tierra se
conmovió, fulguró el relámpago y retumbó el trueno.
Un terremoto señaló la hora en que Cristo depuso su vida. Un
terremoto también indicó el momento cuando, triunfante, la volvió a tomar.
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