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La Única Esperanza - Elena G. de White

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obstaculizarla o destruirla.

Cuando la procesión llegó a la cima de la colina desde la cual se divisa

Jerusalén, observó el esplendor y la magnificencia de la ciudad.

La vasta multitud apaciguó sus clamores, fascinada por la repentina

visión de la belleza que contemplaron. Todos los ojos se volvieron hacia el

Salvador, esperando ver en su rostro la admiración que ellos mismos sentían.

Jesús se detuvo y una nube de tristeza cubrió su faz, mientras la

multitud asombrada lo veía irrumpir en llanto.

Los que rodeaban al Salvador no podían entender su dolor; lloraba por

la ciudad condenada a la destrucción.

Jerusalén había sido la niña de sus ojos y su corazón estaba lleno de

angustia al comprender que pronto quedaría desolada.

Si sus habitantes hubiesen aceptado las enseñanzas de Cristo y lo

hubiesen recibido como Salvador, Jerusalén habría "permanecido para

siempre".

Habría llegado a ser la reina de los reinos, libre con la fuerza de su

poder, concedido por Dios.

No se hubiesen visto entonces soldados armados guardando sus

puertas, ni ninguna bandera romana flameando sobre sus muros.

Desde Jerusalén, la paloma de la paz hubiera salido hacia todas las

naciones. Esta ciudad podría haber sido la gloria culminante del mundo.

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