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Los keynesianos se expandieron por el mundo y se dedicaron a dar las buenas nuevas: con<br />
la participación gubernamental el desempleo y la pobreza quedarían, para siempre, en el<br />
pasado. Pero había algo más, Keynes demostró que las crisis generales de superproducción<br />
eran reales, con lo que la “Ley de Say” en la que los economistas habían creído a pie juntillas<br />
por más de un siglo, fue borrada de las agendas de discusión. J.B Say fue un economista<br />
francés que afirmaba la imposibilidad de que la demanda sea insuficiente para cubrir toda<br />
la producción. Su percepción sobre el particular fue la siguiente. Si un fabricante de sillas<br />
quisiera producir más sillas tendrían que demandar más madera, más clavos, mas tapices…<br />
los aserraderos tendrían que producir más madera, los productores de clavos aumentarían<br />
su producción y los tapiceros harían lo mismo con la suya. En suma, cada nueva oferta<br />
crearía su propia demanda, por lo que la oferta global nunca sería mayor a la demanda<br />
global, con lo que jamás habría una crisis global de producción. La gran depresión de 1929<br />
dio a Keynes la oportunidad para escribir su obra principal (“Teoría General del empleo, el<br />
interés y el dinero”) y demostrar que no sólo la práctica había refutado al francés, sino que<br />
la teoría también lo haría. Para ello postuló que la gente no gasta todo su ingreso, que una<br />
proporción constante de su ingreso lo guarda como ahorro; de esta manera si la producción<br />
era de 100 millones, el ingreso nacional sería también de 100 millones, pero si la gente<br />
ahorraba, en promedio, 20 millones anuales, entonces la demanda sería sólo de 80 millones,<br />
quedando 20 millones como exceso de producción con relación a la oferta. Pero no había<br />
por qué preocuparse, pues, ahí estaba el Estado para cerrar la brecha con medidas de política<br />
fiscal y monetaria. El mundo estaba a salvo y los “clásicos” habían recibido otra tunda.<br />
Pero faltaba algo en la concepción keynesiana, esto es, un modelo de crecimiento. Pero no<br />
pasaría mucho tiempo antes de que el keynesianismo también tuviera su modelo. ¡No faltaba<br />
más! ¿Acaso los neoclásicos tenían el monopolio de los modelos reducidos a fórmulas<br />
matemáticas? No señor; ahí estaba Roy Harrod, inglés de cepa y Epsey Domar de los<br />
EEUU, para demostrarlo.<br />
El modelo Harrod-Domar<br />
Ambos trabajaron independientemente uno del otro, pero llegaron a las mismas conclusiones<br />
a través del modelo que hoy lleva sus apellidos: el modelo Harrod-Domar. El resultado<br />
de la investigación, con el conjuro de símbolos, coeficientes, proporciones, definiciones….<br />
fue el siguiente: el crecimiento de una economía dependía de la acumulación de capital, es<br />
decir, de las inversiones, pero el cambio tecnológico se supone constante. La inversión significa<br />
una intensificación del capital por trabajador, es decir de la densidad de capital (Capital/Trabajo<br />
= K/L), que los marxistas habían denominado la composición orgánica del<br />
capital entre capital constante (máquinas, equipo) y capital variable (el dedicado al pago de<br />
salarios) En el modelo de Harrod-Domar, la densidad de capital elevaba la productividad<br />
del trabajo, pues con mejores máquinas y herramientas el trabajador produce más; también<br />
se elevaría “la productividad del capital”, aumentando los beneficios. El modelo se basa en<br />
la tasa de ahorro, la que debe subir para que se incremente las inversiones; por supuesto<br />
hay una interacción recíproca entre ambas variables, mediante la cual el cambio de una<br />
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