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Quid77

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obsesionado con el tema de la movilidad, acabó convertido en un “viajero de sí mismo”, tan<br />

inclasificable como sus propios libros. Se mimetizaba con los ambientes que observaba en sus<br />

viajes hasta el punto de crear una realidad particular.<br />

Incluso su vida privada fue una extensión de esa ficción que nunca dejó de escribir. En el conjunto<br />

de su correspondencia, que recoge testimonios de personajes tan disímiles como Graham<br />

Greene, Patrick Leigh Fermor, Susan Sontag, James Ivory o Werner Herzog (una<br />

suerte de hermano vital y estético en su aventura creativa), entre otros, y desde lugares tan<br />

dispares como Afganistán, Grecia, Kenia, Suecia, Turquía y tantos otros países y continentes,<br />

aparecen los ecos de todas las voces que compusieron a Chatwin, como si se tratase de una sinfonía<br />

plural, múltiple e interminable. En sus cartas se revela como un narrador de historias nato,<br />

apasionado de la vida –aunque inseguro sobre cosas íntimas, como su sexualidad–. Como afirmó<br />

Salman Rushdie, “Bruce apenas había empezado. Tan solo vimos el primer acto de sí mismo”.<br />

Esta correspondencia fue recogida por su viuda Elizabeth, quien seguramente debió abrir<br />

una caja de Pandora al conocer el contenido de muchas de esas misivas (publicadas en español<br />

bajo el título de Bajo el sol, por el sello mexicano Sexto Piso). Chatwin se casó con ella a los 25<br />

años, tras haberla conocido cuando trabajaba en Sotheby’s, probablemente para sorpresa de<br />

muchos porque era bisexual y lo siguió siendo a lo largo de su vida de casado, una circunstancia<br />

que su esposa conocía y aceptaba.<br />

Chatwin, para quien “la vida no es otra cosa que una larga peregrinación por el desierto”,<br />

detuvo su camino en Niza el 18 de enero de 1989, a cuatro meses de alcanzar los 49 años, al<br />

contraer sida. Fue una de las primeras figuras públicas afectadas por el virus en Gran Bretaña<br />

y, aunque se trató de ocultar su enfermedad haciendo pasar los síntomas por una infección<br />

o los efectos del mordisco de un murciélago o una intoxicación con hongos chinos, lo suyo<br />

era un secreto a voces. No respondió bien al tratamiento médico y, con su estado de salud<br />

deteriorándose con rapidez, se trasladó al sur de Francia junto a su mujer, a la casa del que<br />

una vez fue su amante, el diseñador Jasper Conran. Allí, durante sus últimos meses de vida,<br />

Chatwin fue atendido por Elizabeth y por Shirley Conran. Esta última recuerda que el<br />

domingo 15 de enero llamó desde Roma un amigo, Teddy Millington-Drake, para informar<br />

que a Alberto Moravia le había encantado Utz y escribió una crítica “excelente” en el<br />

principal periódico de la ciudad. Bruce, muy débil y echado en la terraza, se limitó a sonreír<br />

durante un rato y finalmente dijo: “Mejor que el Booker” (en referencia al Booker Price, el<br />

principal premio literario inglés).<br />

El funeral se celebró en Londres el mismo día en que fue anunciada la fatwa –condena de<br />

muerte musulmana– contra Salman Rushdie, buen amigo de Chatwin. El 20 de enero, Elizabeth<br />

organizó su cremación en Niza y posteriormente hubo dos oficios, en la iglesia de Watlington y<br />

otro en la catedral ortodoxa de Santa Sofía, en Bayswater, donde se dice “asistió todo el mundo”.<br />

Pero su verdadera luz se proyectó a través de sus libros, sus notas, sus entrevistas, sus fotografías<br />

(tenía un ojo privilegiado para descubrir lo imperceptible), hasta construir un mito que muchos<br />

se encargaron de seguir incluso a través de los pasos que no alcanzó a dar. En cualquier puerto,<br />

en un tren inesperado, en la caravana anónima, siempre nos asaltará la misma pregunta que el<br />

propio Chatwin se planteó una y otra vez: “¿Qué hago yo aquí?”.<br />

Retrato de Bruce Chatwin tomado<br />

en 1977 en Londres, por David King.<br />

En el libro Far Journeys:<br />

Photographs and Notebooks pueden<br />

verse imágenes de algunos de sus<br />

libros de notas, donde alternaba<br />

textos y dibujos.<br />

Bajo el sol: las cartas de Bruce Chatwin,<br />

publicado por Sexto Piso en 2013,<br />

reúne correspondencias con su mujer<br />

Elizabeth, Susan Sontag, Roberto<br />

Calasso, Paul Theroux y Patrick Leigh<br />

Fermor, entre otros.<br />

VAGABUNDEAR POR LA MEMORIA<br />

En 1987, el azar quiso que pudiera coincidir en Londres con Chatwin y, gracias a los buenos<br />

oficios de amigos comunes y a su proverbial generosidad, accediera a una entrevista.<br />

Ya plenamente afianzado como figura e incluso guía cultural, en particular para las nuevas<br />

generaciones que vieron ampliadas a través suyo las dimensiones del mundo, se reveló como<br />

un interlocutor afable, curioso, erudito, dueño de un particular humor. Aparentaba diez años<br />

menos de los que realmente tenía y tenía una mirada transparente que lo llevaba permanentemente<br />

a descubrimientos nimios e imperecederos. Este es un fragmento de aquellas palabras<br />

vertidas hace tres décadas.<br />

–En los años 60 comienza a viajar por África, Asia y Sudamérica. En aquella época<br />

tenía un buen trabajo en Sotheby’s. Su interés por culturas extrañas parece coincidir<br />

con una necesidad de búsqueda. ¿Quizás acuciado por una existencia segura pero<br />

un tanto deprimente? Sí, es correcto. Al final ya no soportaba más mi trabajo en Sotheby’s.<br />

El mundo artístico estaba absolutamente corrupto, y yo sentía algo dentro de mí que deseaba<br />

expresar. Ocuparse de los mayores artistas –casi todos muertos–, me parecía una actividad<br />

parasitaria, no me agradaba. Así es que, apenas se me presentaba una oportunidad, viajaba a<br />

países como Egipto, Sudán y Afganistán.<br />

–¿Cuándo ocurre esto exactamente? Antes de que surgiese el hippismo. Afganistán representó<br />

para mí una cantidad de vivencias extraordinarias. Cada vez que volvía de alguno de<br />

mis viajes, se me hacía más y más difícil retornar al trabajo en Sotheby’s. Hasta que un buen<br />

día me decidí y renuncié. Comencé entonces a estudiar arqueología y lenguas indoeuropeas,<br />

sánscrito especialmente. Al mismo tiempo, intenté escribir un libro que tenía por título La<br />

alternativa nómada.<br />

–¿Pensaba escribir un ensayo de carácter académico? No, aunque de hecho escribí una<br />

serie de artículos con esa pretensión que, desde luego, fueron duramente criticados por sus<br />

características especulativas, no científicas. Al presentar mis ideas encontré únicamente desdén<br />

o indiferencia, lo que contribuyó para que empezase a dudar sobre el sentido de escribir<br />

un libro así. Además, comenzaba a tener problemas concretos para subsistir. Me encontraba<br />

con 32 años y sin saber qué hacer. Hasta que me llegó una oferta de The Sunday Times<br />

Magazine para escribir reportajes. Entre otras cosas, viajaba con cierta regularidad a París<br />

para entrevistar a personas mayores que habían tenido contacto con los grandes modernistas.<br />

Un día, en casa de una adorable viejecita que vivía en la rue Bonaparte, vi por primera vez un<br />

mapa de la Patagonia, una región del mundo que siempre había soñado conocer.<br />

–¿Cuándo viajó allí, fue con la idea de escribir algo sobre la Patagonia? No, de ningún<br />

modo. Originalmente mi viaje se debía a un motivo estrictamente personal. Deseaba encontrar<br />

parientes y amigos de un primo de mi abuela, Charlie, que a finales del siglo XIX fue<br />

un gran aventurero por aquellas tierras. Pero claro, necesitaba dinero, y dado que The Sunday<br />

Times ya no hacía uso de mis servicios, se me ocurrió introducirme en el mercado americano<br />

a través de una serie de artículos. Sin embargo, jamás se publicó artículo alguno. Entonces<br />

consulté con un agente literario de Nueva York y él me sugirió de un modo muy entusiasta<br />

escribir un libro entero con mis vivencias.<br />

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