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Tema de tapa<br />

ocho<br />

A través de las pantallas<br />

En la actualidad, podemos llegar a cualquier parte del planeta en poco tiempo. Con las nuevas tecnologías,<br />

llegaron las apps al servicio de nuestros viajes. ¿Qué efecto tiene todo esto en nuestros hábitos de<br />

consumo? ¿Y en nuestros cuerpos y la manera de percibir la realidad? Algunas señales del turismo<br />

moderno desde la caída en desuso del estar perdido a la masificación del compartir imágenes al instante<br />

POR Brenda Carciochi*<br />

La valija deslizándose hasta el Uber para llegar al aeropuerto,<br />

las ansias de mirar la hora, buscar el pdf del check in y<br />

escuchar Spotify hasta subir. Luego las nubes con el breve<br />

momento de despegue, una turbulencia ínfima que nos hace<br />

soltar los celulares. A las horas, o a lo sumo en mínimos días,<br />

arribamos a lugares que en otros tiempos hubiesen tomado<br />

generaciones alcanzar. En los orígenes de nuestra especie<br />

las comunidades se trasladaban por diversas razones, en su<br />

mayoría económicas, pero los viajes para el ocio comenzaron<br />

con el turismo. Una infinidad de grandes cadenas hoteleras<br />

se edificaron de manera vertiginosa, la industria gastronómica<br />

sintonizó la globalización y el entretenimiento se tradujo en<br />

espacios de consumo colectivo. Los servicios comenzaron a<br />

constituir la matriz de circulación para un nuevo sujeto: el<br />

turista-consumidor. Este hecho nació en el contexto de un<br />

cambio sustancial en la historia: los transportes marítimos, terrestres<br />

(el ferrocarril a la cabeza) y aéreos dejaron de ser los<br />

protagonistas de guerras y olas migratorias para ser flamantes<br />

conductores de la masa viajera. Hoy ya hemos incorporado<br />

la idea de que todos los destinos son posibles y más aún, las<br />

nuevas tecnologías “certifican” esto. Inmersos en una marea<br />

de alertas de vuelos, que llegan a la cotidiana bandeja de<br />

entrada, emergen los interrogantes. Las aplicaciones en su<br />

configuración virtual, y también nuestros viajes: ¿Qué tanto<br />

acercan nuestros pies al lugar soñado?<br />

Espacio y tiempo alterados<br />

El avión es la maquinaria de traslación de mayor impacto a<br />

nivel corporal puesto que atravesamos velozmente zonas horarias,<br />

exponiéndonos a jet lags y desconfigurando el descanso.<br />

A su vez, nuestra vida se coloca literalmente en suspensión<br />

sobre el planeta que habitamos. De manera inevitable esto<br />

suscita una nueva manera de percibir el tiempo y el espacio en<br />

nuestra especie. Viajamos en lapsos breves, miramos películas<br />

en el avión, contestamos mails, los niños juegan en las pantallas<br />

o simplemente dormimos. En el tránsito a destino, mirar por la<br />

ventana el avance por los cielos o leer un libro, como como en<br />

las épocas offline, ya no es lo único que hacemos.<br />

Viajamos más rápido pero también esperamos. Los vuelos<br />

low cost nos ofrecen llegar a otras ciudades a menor costo<br />

aunque a veces esto implique tener que hacer varias escalas.<br />

Por conocer el lugar soñado, muchos turistas son capaces<br />

de aguardar en los aeropuertos horas, a veces como decisión<br />

personal y otras debido a inconvenientes que les son ajenos.<br />

La práctica de espera está supeditada al deseo de vacacionar<br />

y se diferencia claramente de aquella espera en fila del banco<br />

para pagar una cuenta. Como escenarios de un intervalo los<br />

aeropuertos nos sitúan en un hiato, puesto que estamos entre<br />

nuestro domicilio y el destino elegido. Atravesamos la demora<br />

mirando productos del Duty Free, buscando la puerta de<br />

embarque y charlando con gente previo al check in.<br />

Como aplicación que devino frecuente, Airbnb ofrece hospedaje<br />

en un hogar, un espacio que pertenece a una persona de<br />

una ciudad. Más allá de que el anfitrión esté presente o no,<br />

nuestra relación con el alojamiento nos sitúa en la intimidad<br />

del lugar: no vivimos en un cuarto de hotel que intrínsecamente<br />

es circunstancial, sino que habitamos el hogar de un<br />

otro. Nos situamos en un ecosistema que integra lo público y<br />

lo privado como base para nuestras vacaciones.<br />

Ahora bien, al recorrer los alrededores el factor sorpresa puede<br />

escasear. Con el Street View de Google podemos ver la<br />

calle del lugar donde nos alojaremos, los negocios cercanos,<br />

las sugerencias de bares. La geolocalización nos provee de<br />

nuestras coordenadas en el planeta Tierra, pero también puede<br />

ser ampliada por diferentes aplicaciones y es posible llegar<br />

a tener nuestro itinerario armado sin siquiera haber arribado<br />

a la ciudad. Parece que formamos parte de un antropocentrismo<br />

exacerbado… Ya no se trata del nacimiento de la Edad<br />

Moderna en la que el centro es el sujeto: hoy nos encontramos<br />

con el sujeto en movimiento y transmitiendo en vivo.<br />

Walter Benjamin describía al flâneur como aquel que<br />

deambulaba por las calles parisinas sin una dirección fija, en<br />

plena entrega al vagabundear y recorrer la metrópolis. ¿Cuánto<br />

de esta práctica sobrevive hoy en las vacaciones? Nuestro<br />

apego, a veces ficticio, a las pantallas generó una transformación<br />

sobre la práctica del ocio y una caída en desuso del estar<br />

perdido. Volver a preguntarnos, sentados en la playa, si es<br />

necesario mirar el celular puede ser un modo de encontrarnos<br />

con nosotros mismos en nuestro viaje.<br />

Imagen y seguidores<br />

Las apasionadas crónicas de viaje fueron las sucesoras de los<br />

relatos orales. Estos últimos fundaron la comunicación de experiencias<br />

viajeras. De la literatura llegamos a la saturación de<br />

imágenes. En La cámara lúcida: notas sobre fotografía (Paidós,<br />

2011) Roland Barthes es conciso: “En la fotografía nunca<br />

puedo negar que la cosa estuvo allí. Hay una doble posición<br />

conjunta: de realidad y de pasado”. Nuestros parámetros de<br />

confianza en la imagen oscilan quizás en aquellas fotografías<br />

que muestran mundos atractivos y paradisíacos, despertando<br />

el interrogante de sospecha: ¿Será así ese lugar? Las imágenes<br />

comerciales turísticas son átomos que forman nuestro imaginario<br />

y de algún modo actúan como promesa para impulsarnos al<br />

destino. Así el viaje se torna una búsqueda de evidencia.<br />

“Sacá muchas fotos” o “mandame fotos” son frases que se<br />

tradujeron en subir fotos a Instagram. Individuos que no conocemos<br />

personalmente pero son seguidores, o viceversa, mantienen<br />

de algún modo una relación cercana. En la masificación<br />

del compartir imágenes vacacionales visibilizamos fragmentos<br />

de nuestra experiencia como un intento de inmortalizarlo y, a<br />

la vez, integrar a millones de personas. En su aclamado libro<br />

Sobre la fotografía (Penguin Random House, 2016) Susan<br />

Sontag enfatiza: “Parece decididamente anormal viajar por<br />

placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable<br />

de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se<br />

gozó del viaje”. Instagram ha pasado a ser el registro de viaje<br />

primordial, aunque las stories duren 24 horas y se conviertan<br />

en memorias a las cuales no podemos volver. ¿Dónde quedan<br />

esas imágenes luego de años? Varios atesoran el revelado, pero<br />

si esto no es así quedan perdidas en alguna tarjeta de memoria<br />

o disco. Lejanos son los tiempos del álbum familiar vacacional,<br />

la tarjeta postal, objetos que se convirtieron en una práctica ya<br />

nostálgica. Sin embargo perdura en ellos una actividad extraordinaria:<br />

la rememoración. El portarretrato en el living, la postal<br />

en la heladera, las fotos en el corcho son elementos materiales<br />

que conviven aún con el millar de imágenes que con su peso<br />

virtual ocupan las pantallas de nuestros dispositivos.<br />

Es evidente que nuestra producción de imágenes se tornó<br />

instantánea y con ello nuestro modo de hacer y crear recuerdos<br />

vacacionales. Compartir es mostrar ya y rememorar es<br />

volver a una vieja publicación o la historización que componen<br />

nuestras redes sociales.<br />

Estar siempre conectados<br />

Una clasificación reciente da cuenta de la infinidad de turismos<br />

(gastronómico, religioso, de salud, deportivo, etc.). El turismo<br />

comunitario y el turismo espiritual son dos de lo más desconectados<br />

a las redes sociales. El primero consiste en la visita a<br />

un lugar recibidos por una persona local (muchas veces estas<br />

regiones por su lejanía con ciudades no cuentan con Internet)<br />

y el segundo, implica viajar para realizar prácticas ritualísticas<br />

de carácter místico. Ambos son difundidos online pero la<br />

experiencia del viajero promete ser la introspección y no tanto<br />

las redes sociales. Michel Onfray, autor de Teoría del viaje<br />

(Taurus, 2016) observa que “la velocidad de intercambio de las<br />

informaciones, de los transportes, de las transferencias y de los<br />

traslados no ha afectado a la esencia del viaje, sino a su antigua<br />

forma”. Coincidimos con el filósofo y ahondamos en la reflexión.<br />

Si bien pueden convivir las diferentes prácticas viajeras<br />

que van emergiendo, se suma la pregunta de cuáles serán las<br />

acciones que realicemos dentro de la inmensidad de nuestro<br />

mapa virtual y nuestro deseo de conocer el nuevo lugar, en<br />

otras palabras, si estaremos en condiciones de convocar a la<br />

novedad vivencial por sobre la pantalla<br />

*Escritora de filosofía, fotografía y artes visuales.<br />

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