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En el intenso ahora, João Moreira Salles<br />
un viaje a China en el mismo período de tiempo en el que<br />
Francia “deliraba” con un nuevo régimen social y político.<br />
En efecto, la madre filmaba con su cámara casera la vida<br />
cotidiana de un país que visitaba y no se parecía en nada a<br />
ningún lugar en el que hubiera estado. Ese país había experimentado<br />
una revolución cultural y una especie de reinvención<br />
total y un reemplazo de sus valores y creencias ancestrales.<br />
Un chino del siglo XVI jamás podría haber imaginado<br />
que los referentes filosóficos de una larga tradición habrían<br />
de ser sustituidos por una tradición joven nacida en el siglo<br />
XIX. ¿Quién podría haber vislumbrado que por un tiempo<br />
Marx y Lenin ocuparían el lugar de Confucio y Lao Tse?<br />
Como sea, el poder de todos los segmentos filmados por la<br />
madre del realizador transmite una experiencia colectiva inaprensible<br />
en las coordenadas simbólicas de nuestro tiempo,<br />
casi como si todas esas imágenes hubieran sido captadas en<br />
un planeta desconocido.<br />
Nada es más misterioso que las secuencias en las que se<br />
observan a los niños y los jóvenes bailar en las calles de<br />
alguna ciudad no identificada de China. Ellos danzan, felices,<br />
inocentes. La coreografía sencilla da la impresión de que los<br />
movimientos individuales de cada uno de los participantes<br />
están en sintonía con los de los otros, como si todos reconocieran<br />
una pertenencia aludida en los mismos movimientos,<br />
como si se tratara de un organismo que los contiene y los<br />
iguala y que diluye la individualidad en una entidad mayor.<br />
Frente a este espectáculo, o ante esa inclasificable felicidad<br />
colectiva, Moreira Salles recurre a un texto de Alberto<br />
Moravia de aquel entonces. Dice así: “la pobreza fue lo<br />
que más le llamó la atención en China. Pobreza que calificó<br />
no como miseria, sino como ausencia de riqueza. Y observó:<br />
Todos son pobres y tienen lo que necesitan para vivir, que es<br />
la condición necesaria del hombre. El rostro de la pobreza es<br />
decente, orgullosa e implacable”.<br />
La admirable La flor de Mariano Llinás no es un film estrictamente<br />
de travesías, pues lo que sostiene las 14 horas de<br />
duración es el mero placer de la ficción como una forma legítima<br />
de evasión espiritual. Sin embargo, La flor es también<br />
una película de viajes, no solamente porque hay episodios<br />
hermosos y cómicos que tienen lugar en Europa del Este, en<br />
la Unión Soviética, Suecia, Canadá, Francia o Inglaterra, sino<br />
porque también transforma los inmensos parajes deshabitados<br />
de los campos argentinos en una zona desconocida en la<br />
que se puede sentir, en lo inhóspito e invalorado de lo propio,<br />
la presencia de lo misterioso.<br />
En el segmento más conmovedor de todo el film, justo antes<br />
del primer intervalo de la segunda parte, la voz de Llinás<br />
exterioriza el flujo de asociaciones que pasa por la cabeza de<br />
un científico extranjero que ha sido secuestrado por un grupo<br />
de espías franceses. Ese pasaje es inolvidable, uno de los más<br />
bellos que ha dado el cine argentino en toda su historia. ¿Qué<br />
sucede? El personaje en cuestión está sentado en un auto.<br />
No sabe ni dónde está ni qué le espera. En la absoluta desposesión<br />
de movilidad en la que se encuentra, Dreyfuss, atado,<br />
amordazado, sin posibilidad alguna de escape, experimenta<br />
una rara libertad. La soledad que siente al mirar el cielo<br />
transforma su cautiverio en una devastadora pero sublime<br />
nostalgia cósmica, sentimiento que conduce al personaje a un<br />
asombro inesperado frente a la inmensidad de un universo<br />
inagotable.<br />
Mientras que la cámara se empieza a mover pausadamente y<br />
abandona el automóvil por un rato para acercarse y encuadrar<br />
el cielo en pleno atardecer, se escucha: “Y entonces, una<br />
a una, empezaron a salir las estrellas. Y ahí Dreyfuss miró al<br />
cielo. ‘Claro’, pensó, ‘soy un tonto. No estoy en Rumania,<br />
La flor, Mariano Llinás<br />
estoy en el sur, en algún lugar del hemisferio sur’. Y cuando<br />
vio que no solamente no estaban la Estrella Polar y la Osa<br />
Mayor, ni tampoco Vega, comprendió que estaba realmente<br />
muy abajo, en el fondo del planeta. ‘Este cielo es nuevo’,<br />
pensó. ‘Este cielo nunca lo había visto’. Tuvo una extraña sensación<br />
de euforia. Un extraño vértigo, como si fuera un niño y<br />
hubiera sorprendido a sus padres borrachos o desnudos”. Lo<br />
que sucede en la conciencia de Dreyfuss es lo que pasa con el<br />
cine y los viajes: descentrarse es la condición necesaria para<br />
ver más allá de uno mismo<br />
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