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CAPITULO VIII<br />
GOBIERNO MUNDIAL<br />
(RECUENTO)<br />
Bajo el manto de la noche se desataba una tempestad doliente.<br />
La Tierra se humedecía con las lágrimas que derramaban sus desventurados<br />
hijos, victimas de sus propios inventos.<br />
La Naturaleza, inocente, había sido salvajemente castigada por los ambiciosos.<br />
Envueltas en un espantoso remolino se esfumaron las dos principales ciudades del<br />
mundo, y de sus cimientes brotaron dos enormes y horripilantes hongos que reflejaban<br />
la cara satisfecha del demonio.<br />
Desde las tecnificadas bases militares se levantaron terribles vapores atómicos que<br />
infestaron los cielos con mortífera radiación.<br />
La gente en su mayoría había abandonado las ciudades y se encontraba en los<br />
campos y montañas esperando un desenlace fatal.<br />
Era las cuatro y media de esa interminable noche, 24 horas después de haber ocurrido<br />
la primera conflagración. La humanidad se encontraba al borde de un abismo infernal.<br />
Los gobernantes, con sus ejércitos disgregados, no podían actuar. Los optimistas<br />
esperaban que la voz de su gobierno les informase lo ocurrido dirigiéndolos luego a un<br />
regreso a la normalidad. Los pesimistas temían ser llevados a campos de<br />
concentración por parte de los desconocidos vencedores.<br />
Ahora un hombre, que desafiando fronteras se había ganado el cariño de todas las<br />
razas, en una forma misteriosa les había hablado. El bálsamo de su voz calmó los<br />
nervios y abrió nuevas esperanzas. ―El alma de Sabium era grande como el Sol. El eco<br />
de sus hazañas científicas lo habían escuchado todos los pueblos.<br />
Sus entrañables palabras retumbaban a largo y ancho de continentes. Lo más extraño<br />
del caso era que gente de distinta lengua entendía sus mensajes. Nadie sabia como lo<br />
había logrado. Esto no importaba; en angustiosos momentos<br />
se había dirigido a sus atribulados semejantes.