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UN CRIMEN

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Sonrió con sarcasmo antes de saborear el contenido de la taza. Como<br />

siempre, aquel negruzco líquido sabía a rayos. Tomó asiento en su despacho<br />

sabiendo que el hallazgo pronto sería descubierto. Había dejado el cadáver<br />

visible y era cuestión de minutos que algún transeúnte diera parte a la poli. Lo<br />

sabía porque siempre actuaba del mismo modo. De reojo, miró el reloj; cada<br />

vez faltaba menos. Se acomodó en el asiento y se deleitó con el asqueroso<br />

brebaje. Doce minutos más tarde, la puerta de su despacho fue abierta.<br />

—Inspector, nuestro asesino en serie ha vuelto a actuar —anunció su<br />

compañero McNeil.<br />

El inspector Staton asió la placa y el revólver de la mesa para partir con<br />

orgullo a su impoluta escena del crimen.<br />

1324. SONIA RECASENS MÁRQUEZ – FLOR DE LIS<br />

Ed continuaba sin poder pegar ojo. Desde que vio a Jane Doe en el<br />

depósito de cadáveres, no podía creer que nadie la reconociera. La habían<br />

encontrado semienterrada en los escombros de una obra cerca de la<br />

comisaría. Llevaba tres días sin descansar y lo mismo les pasaba a sus<br />

compañeros, Dídac y Alfredo. No había pistas, no había sospechosos, pero<br />

algo les decía que no era un crimen cualquiera. El informe de la autopsia que<br />

Julia Thompson le había enviado a su teléfono decía que Jane estaba<br />

embarazada; su salud era perfecta, sin rastro de alcohol ni drogas. Presentaba<br />

traumatismos varios y señales de autodefensa. Andrea, la analista, le había<br />

informado de varios casos abiertos similares a lo largo de una década. Esta<br />

pista les sirvió para desempolvar los casos antiguos y descubrir un patrón.<br />

Todas las víctimas tenían el mismo tatuaje, una flor de lis. ¡Ahí estaba la pista!<br />

Ed supo en aquel instante quién era el asesino. El senador.<br />

1325. SONIA SARRIA – DESDE NUEVA YORK, CON AMOR<br />

El vozarrón de la señora Cox anunciando que tenía correo fue suficiente<br />

para que al doctor William Talbott se le despegaran las sábanas. Era 4 de<br />

junio, y las noticias de Daniel habían llegado según lo previsto. ¿Qué mejor<br />

forma de empezar el día que leyéndolas? Lento y perezoso, el aún no tan<br />

ilustre doctor Talbott le abrió la puerta a su casera y arrancó la carta de entre<br />

sus rollizos dedos. Le regaló una sonrisa seca; al fin y al cabo, el sobre estaba<br />

intacto aquella vez. Abrió el sobre con cuidado y admiró la carta. Tenía la<br />

esencia de su Daniel por todos lados; en el papel arrugado, en las letras<br />

taquigrafiadas —¡solo Daniel podía ser tan retro como para escribir a<br />

máquina!—. Leyó la carta con avidez, como si él fuera a aparecer por terminar<br />

antes, y quizás fue a causa de esas ansias que tardó en comprender lo que<br />

Daniel le había mandado: una nota de suicidio. La conclusión le dejó sin<br />

aliento. Y ya sintió que desfallecía al ver que aquella firma no era la de su<br />

pareja.

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