La Sirena Varada: Año II, Número 10

yendo de su cabellera un frasco diminuto,
Polindra se lo ofreció a Pauda.
—Pero… ¿Y tú?
—Yo no puedo sin Pelafón. Las armas
están en mi laboratorio, hay una compuerta
en las escaleras de las mazmorras.
Vierte el Ilidium en las armas y
ve con el Emperador. Tendrás tiempo,
porque para ellos conseguir el Ilidium,
tendrán que desenterrar a Pelafón.
—Pero…
—No hay peros… —y así expiró
Polindra.
⁂
—¡Más rápido, trabajen perezosos!
Pelafón, al ser un héroe de guerra en
las Conquistas de Zalaquí y las lunas
de Bauro, fue enterrado con toda la
pompa —aun cuando fue condenado
al exilio, por algo que no cometió—. Así,
los hombres de Liscurón rompieron el
mármol y perforaron el féretro.
Muy cuidadosamente despojaron al
difunto de su velo sepulcral. Un olor fétido
se propagó. Liscurón, complacido,
se apresuró a arrancar la Cruz de Caújar.
Apoderándose del corazón rojo, relleno
de Ilisium. Cerraron lo que quedaba de
sepulcro, y Liscurón se apresuró a la cita
que el Emperador tenía con la muerte.
Su Majestad, muy cómodo en sus aposentos,
disfrutaba de su harem. Cuando su
General Liscurón entró a la estancia empuñando
el arma que había creado la científica
esa, que había mandado a prisión. Y sin
palabra alguna disparó contra el Emperador,
desapareciendo sin más. Pauda salió
de prisión, no con la intención de ayudar
a Su Majestad. Él había pagado por toda la
esclavización de su Imperio Galáctico.
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