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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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—No lo sé, tenía la cara llena <strong>de</strong> sangre. Ven, rápido.<br />

Arrastró a la jovencita. Llegado al mercado, la hizo sentarse en un banco<br />

<strong>de</strong> piedra. Le dijo que lo esperase allí. Seguía mirándose las manos,<br />

balbuceaba. Miette acabó por enten<strong>de</strong>r, por sus palabras entrecortadas,<br />

que quería ir a abrazar a su abuela antes <strong>de</strong> partir.<br />

—¡Bueno, pues vete! —dijo—. No te preocupes por mí. Lávate las manos.<br />

Él se alejó rápidamente, con <strong>los</strong> <strong>de</strong>dos separados, sin pensar en bañar<strong>los</strong><br />

en las fuentes junto a las que pasaba. Des<strong>de</strong> que había sentido en su piel<br />

la tibieza <strong>de</strong> la sangre <strong>de</strong> Renga<strong>de</strong>, sólo lo empujaba una i<strong>de</strong>a, correr junto<br />

a tía Di<strong>de</strong> y lavarse las manos en el pilón <strong>de</strong>l pozo, al fondo <strong>de</strong>l pequeño<br />

patio. Solamente allí creía po<strong>de</strong>r borrar esa sangre. Toda su infancia<br />

pacífica y tierna se <strong>de</strong>spertaba, experimentaba una necesidad irresistible<br />

<strong>de</strong> refugiarse entre las faldas <strong>de</strong> su abuela, aunque sólo fuera un minuto.<br />

Llegó ja<strong>de</strong>ante. Tía Di<strong>de</strong> no estaba acostada, lo cual habría sorprendido a<br />

Silvère en cualquier otro momento. Pero ni siquiera vio, al entrar, a su tío<br />

<strong>Rougon</strong>, sentado en una esquina, sobre el viejo arcón. No esperó a las<br />

preguntas <strong>de</strong> la pobre vieja:<br />

—Abuela —dijo rápidamente—, tiene que perdonarme… Voy a marcharme<br />

con <strong>los</strong> otros… Ya ve usted, tengo sangre… Creo que he matado a un<br />

gendarme.<br />

—¡Has matado a un gendarme! —repitió tía Di<strong>de</strong> con voz extraña. Luces<br />

agudas se encendían en sus ojos clavados en las manchas rojas.<br />

Bruscamente, se volvió hacia la campana <strong>de</strong> la chimenea—: Has cogido el<br />

fusil —dijo—; ¿dón<strong>de</strong> está el fusil? —Silvère, que había <strong>de</strong>jado la carabina<br />

con Miette, le juró que el arma estaba segura. Por primera vez, Adélaï<strong>de</strong><br />

aludió al contrabandista Macquart <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> su nieto—. ¿Volverás a traer<br />

el fusil? ¡Me lo prometes! —dijo con singular energía—. Es lo único que<br />

me queda <strong>de</strong> él… Tú has matado a un gendarme; a él, fueron <strong>los</strong><br />

gendarmes <strong>los</strong> que lo mataron.<br />

Continuaba mirando fijamente a Silvère, con un aire <strong>de</strong> cruel satisfacción,<br />

sin parecer pensar en retenerlo. No le pidió ninguna explicación, no lloraba<br />

como esas buenas abuelas que ven a sus nietos en la agonía por el menor<br />

rasguño. Todo su ser tendía a un mismo pensamiento, que acabó<br />

formulando con ardiente curiosidad.<br />

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