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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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trabajaba por el Imperio, a las ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong> personajes a quienes nombraba<br />

con una especie <strong>de</strong> familiaridad. Cada una <strong>de</strong> sus cartas comprobaba <strong>los</strong><br />

progresos <strong>de</strong> la causa y permitía prever un próximo <strong>de</strong>senlace.<br />

Terminaban en general exponiendo la línea <strong>de</strong> conducta que Pierre <strong>de</strong>bía<br />

seguir en Plassans. Félicité se explicó entonces ciertas palabras y ciertos<br />

actos <strong>de</strong> su marido, cuya utilidad se le había escapado; Pierre obe<strong>de</strong>cía a<br />

su hijo, seguía ciegamente sus recomendaciones.<br />

Cuando la anciana hubo terminado su lectura, estaba convencida. Todo el<br />

pensamiento <strong>de</strong> Eugène se le apareció claramente. Contaba con hacer su<br />

<strong>fortuna</strong> política en la refriega y, <strong>de</strong> paso, con pagar a sus padres la <strong>de</strong>uda<br />

<strong>de</strong> su instrucción, arrojándoles un jirón <strong>de</strong> la presa, a la hora <strong>de</strong>l encarne.<br />

A poco que su padre le ayudase, resultara útil a su causa, le sería fácil<br />

hacerlo nombrar recaudador particular. No podrían negarle nada, a él, que<br />

habría metido las dos manos en las más secretas tareas. Sus cartas eran<br />

una simple <strong>de</strong>ferencia por su parte, una forma <strong>de</strong> evitar muchas tonterías a<br />

<strong>los</strong> <strong>Rougon</strong>. Por ello Félicité experimentó un vivo agra<strong>de</strong>cimiento. Releyó<br />

ciertos pasajes <strong>de</strong> las cartas, aquel<strong>los</strong> don<strong>de</strong> Eugène hablaba en términos<br />

vagos <strong>de</strong> la catástrofe final. Esa catástrofe, cuyo género y alcance ella no<br />

adivinaba bien, se convirtió para ella en una especie <strong>de</strong> fin <strong>de</strong>l mundo;<br />

Dios alinearía a <strong>los</strong> elegidos a su <strong>de</strong>recha y a <strong>los</strong> con<strong>de</strong>nados a su<br />

izquierda, y ella se colocaría entre <strong>los</strong> elegidos.<br />

Cuando consiguió, a la noche siguiente, volver a poner la llave <strong>de</strong>l<br />

escritorio en el bolsillo <strong>de</strong>l chaleco, se prometió utilizar el mismo método<br />

para leer cada nueva carta que llegase. Resolvió igualmente hacerse la<br />

ignorante. Esta táctica era excelente. A partir <strong>de</strong> ese día, ayudó tanto más<br />

a su marido cuanto que pareció hacerlo a ciegas. Cuando Pierre creía<br />

trabajar solo, era ella quien, con mucha frecuencia, llevaba la conversación<br />

al terreno <strong>de</strong>seado, quien reclutaba partidarios para el momento <strong>de</strong>cisivo.<br />

<strong>La</strong> <strong>de</strong>sconfianza <strong>de</strong> Eugène la hacía sufrir. Quería po<strong>de</strong>r <strong>de</strong>cirle, <strong>de</strong>spués<br />

<strong>de</strong>l éxito: «Lo sabía todo y, lejos <strong>de</strong> estropear nada, he asegurado el<br />

triunfo». Nunca un cómplice hizo menos ruido y más tarea. El marqués, a<br />

quien había tomado por confi<strong>de</strong>nte, estaba maravillado.<br />

Lo que le seguía preocupando era la suerte <strong>de</strong> su querido Aristi<strong>de</strong>. Des<strong>de</strong><br />

que compartía la fe <strong>de</strong> su hijo mayor, <strong>los</strong> artícu<strong>los</strong> rabiosos <strong>de</strong>l<br />

El In<strong>de</strong>pendiente la asustaban aún más. Deseaba vivamente convertir al<br />

<strong>de</strong>sdichado republicano a las i<strong>de</strong>as napoleónicas; pero no sabía cómo<br />

hacerlo <strong>de</strong> forma pru<strong>de</strong>nte. Recordaba con qué insistencia les había dicho<br />

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