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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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Era ésa, en efecto, una alegría inesperada que <strong>los</strong> encantaba. Casi<br />

hablaban sólo para ver sus labios moverse, tanto divertía aquel juego<br />

nuevo a la infancia que había aún en el<strong>los</strong>. Así se prometieron en todos <strong>los</strong><br />

tonos no faltar jamás a la cita matinal. Después <strong>de</strong> que Miette <strong>de</strong>clarara<br />

que tenía que irse, le dijo a Silvère que podía sacar su cubo <strong>de</strong> agua. Pero<br />

Silvère no osaba mover la cuerda: Miette se había quedado inclinada, él<br />

seguía viendo su rostro sonriente, y le costaba <strong>de</strong>masiado borrar esa<br />

sonrisa. Ante una leve sacudida que dio al cubo, el agua tembló, la sonrisa<br />

<strong>de</strong> Miette pali<strong>de</strong>ció. Se <strong>de</strong>tuvo, presa <strong>de</strong> un extraño temor: se imaginaba<br />

que acababa <strong>de</strong> contrariarla y que ella lloraba. Pero la niña le gritó: «¡Hale!<br />

¡Hale!», con una risa que el eco le <strong>de</strong>volvía más prolongada y sonora. Y<br />

ella misma soltó ruidosamente un cubo. Se produjo una tempestad. Todo<br />

<strong>de</strong>sapareció en el agua negra. Silvère entonces se <strong>de</strong>cidió a llenar sus dos<br />

cántaros, escuchando <strong>los</strong> pasos <strong>de</strong> Miette, que se alejaba, <strong>de</strong>l otro lado<br />

<strong>de</strong>l muro.<br />

A partir <strong>de</strong> ese día, <strong>los</strong> jóvenes no <strong>de</strong>jaron ni una sola vez <strong>de</strong> encontrarse<br />

en su cita. El agua durmiente, aquel<strong>los</strong> espejos blancos don<strong>de</strong><br />

contemplaban sus imágenes, daban a sus entrevistas un encanto infinito<br />

que durante mucho tiempo bastó a su imaginación juguetona <strong>de</strong> niños. No<br />

sentían el menor <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> verse cara a cara, aquello les parecía mucho<br />

más divertido, tomar un pozo como espejo y confiar a su eco el hola<br />

matinal. Pronto conocieron el pozo como a un viejo amigo. Les gustaba<br />

inclinarse sobre el lienzo pesado e inmóvil, semejante a plata fundida.<br />

Abajo, en una media luz misteriosa, corrían resplandores ver<strong>de</strong>s, que<br />

parecían mudar el agujero húmedo en un escondite perdido en el fondo <strong>de</strong><br />

un bosquecillo. Se distinguían así en una especie <strong>de</strong> nido verduzco,<br />

tapizado <strong>de</strong> musgo, en medio <strong>de</strong> la frescura <strong>de</strong>l agua y <strong>de</strong>l follaje. Y todo lo<br />

incógnito <strong>de</strong> aquel manantial profundo, <strong>de</strong> aquella torre hueca sobre la<br />

cual se curvaban, atraídos, con pequeños escalofríos, agregaba a su<br />

alegría <strong>de</strong> sonreírse un miedo inconfesado y <strong>de</strong>licioso. Les asaltaba la loca<br />

i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r, <strong>de</strong> ir a sentarse en una hilera <strong>de</strong> gruesas piedras que<br />

formaban una especie <strong>de</strong> banco circular, a unos centímetros <strong>de</strong>l lienzo <strong>de</strong><br />

agua; meterían <strong>los</strong> pies en el agua, conversarían durante horas, sin que a<br />

nadie se le ocurriera nunca ir a buscar<strong>los</strong> a aquel lugar. Después, cuando<br />

se preguntaban lo que podía haber allá abajo, sus vagos pavores volvían,<br />

y pensaban que ya era bastante permitir que su imagen <strong>de</strong>scendiera allá<br />

abajo, muy al fondo, a aquel<strong>los</strong> resplandores ver<strong>de</strong>s que tornasolaban las<br />

piedras con extraños reflejos, a aquel<strong>los</strong> ruidos singulares que subían <strong>de</strong><br />

<strong>los</strong> rincones negros. Aquel<strong>los</strong> ruidos, sobre todo, llegados <strong>de</strong> lo invisible,<br />

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