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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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—El príncipe Luis tiene muchas posibilida<strong>de</strong>s, ¿verdad? —preguntó<br />

vivamente.<br />

—¿Me traicionarás si te digo que así lo creo? —respondió riendo el<br />

marqué—. Yo ya me he <strong>de</strong>spedido, pequeña. Soy un viejo hombrecillo<br />

acabado y enterrado. A<strong>de</strong>más, trabajaba para ti. Y como has sabido<br />

encontrar sin mí el buen camino, me consolaré <strong>de</strong> mi <strong>de</strong>rrota viéndote<br />

triunfar… Y sobre todo no te hagas la misteriosa. Acu<strong>de</strong> a mí, si estás en<br />

apuros. —Y agregó, con la sonrisa escéptica <strong>de</strong> un hidalgo encanallado—.<br />

¡Vaya!, yo también puedo traicionar un poco. —En ese momento llegó el<br />

clan <strong>de</strong> <strong>los</strong> ex comerciantes <strong>de</strong> aceite y <strong>de</strong> almendras—. ¡Ah, queridos<br />

reaccionarios! —prosiguió en voz baja el señor <strong>de</strong> Carnavant—. Ya ves,<br />

pequeña, el gran arte en política consiste en tener dos buenos ojos cuando<br />

<strong>los</strong> <strong>de</strong>más son ciegos. Tienes todas las cartas mejores en tu juego.<br />

Al día siguiente, Félicité, aguijoneada por esta conversación, quiso tener<br />

una certeza. Estaban entonces en <strong>los</strong> primeros días <strong>de</strong>l año 1851. Des<strong>de</strong><br />

hacía más <strong>de</strong> dieciocho meses, <strong>Rougon</strong> recibía regularmente, cada quince<br />

días, una carta <strong>de</strong> su hijo Eugène. Se encerraba en el dormitorio para leer<br />

esas cartas, que escondía <strong>de</strong>spués en el fondo <strong>de</strong> un viejo escritorio, cuya<br />

llave guardaba cuidadosamente en un bolsillo <strong>de</strong>l chaleco. Cuando su<br />

mujer lo interrogaba, se contentaba con respon<strong>de</strong>r: «Eugène me ha escrito<br />

que está bien». Hacía mucho que Felicité soñaba con echar mano a las<br />

cartas <strong>de</strong> su hijo. Al día siguiente, por la mañana, mientras Pierre dormía<br />

aún, se levantó y fue, <strong>de</strong> puntillas, a sustituir la llave <strong>de</strong>l escritorio, en el<br />

bolsillo <strong>de</strong>l chaleco, por la llave <strong>de</strong> la cómoda, que era <strong>de</strong>l mismo tamaño.<br />

Después, en cuanto su marido salió, se encerró a su vez, vació el cajón y<br />

leyó las cartas con una curiosidad febril.<br />

El señor <strong>de</strong> Carnavant no se había equivocado, y sus propias sospechas<br />

se confirmaban. Había allí unas cuarenta cartas, en las cuales pudo seguir<br />

el gran movimiento bonapartista que <strong>de</strong>sembocaría en el Imperio. Era una<br />

especie <strong>de</strong> sucinto diario, que exponía <strong>los</strong> hechos a medida que se iban<br />

presentando y <strong>de</strong>ducía <strong>de</strong> cada uno <strong>de</strong> el<strong>los</strong> esperanzas y consejos.<br />

Eugène tenía fe. Hablaba a su padre <strong>de</strong>l príncipe Luis Bonaparte como <strong>de</strong>l<br />

hombre necesario y fatal, único que podía resolver la situación. Había<br />

creído en él antes incluso <strong>de</strong> su regreso a Francia, cuando el<br />

bonapartismo era calificado <strong>de</strong> ridícula quimera. Félicité comprendió que<br />

su hijo era <strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1848 un activísimo agente secreto. Aunque no se<br />

explicaba muy claramente sobre su situación en París, era evi<strong>de</strong>nte que<br />

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