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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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Miette y Silvère, cal<strong>de</strong>ados por la rápida carrera, no sintieron al principio el<br />

frío. Guardaron silencio, escuchando con in<strong>de</strong>cible tristeza aquel<strong>los</strong> toques<br />

<strong>de</strong> rebato con <strong>los</strong> que se estremecía la noche. Ni siquiera se veían. Miette<br />

tuvo miedo; buscó la mano <strong>de</strong> Silvère y la retuvo en la suya. Tras el<br />

impulso febril que durante horas acababa <strong>de</strong> sacar<strong>los</strong> <strong>de</strong> sí mismos, con el<br />

pensamiento perdido, esta brusca <strong>de</strong>tención, esta soledad en la que se<br />

encontraban uno al lado <strong>de</strong>l otro <strong>los</strong> <strong>de</strong>jaban quebrantados y sorprendidos,<br />

como <strong>de</strong>spertados con sobresalto <strong>de</strong> un sueño tumultuoso. Les parecía<br />

que una ola <strong>los</strong> había arrojado al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l camino y que el mar se había<br />

retirado a continuación. Una reacción invencible <strong>los</strong> sumía en un estupor<br />

inconsciente; olvidaban su entusiasmo; ya no pensaban en aquella tropa<br />

<strong>de</strong> hombres a la que <strong>de</strong>bían unirse; estaban entregados al triste encanto<br />

<strong>de</strong> sentirse so<strong>los</strong>, en medio <strong>de</strong> la sombra feroz, cogidos <strong>de</strong> la mano.<br />

—¿No me guardas rencor? —preguntó por fin la joven—. Marcharía<br />

contigo toda la noche; pero el<strong>los</strong> corrían <strong>de</strong>masiado, no podía ya ni<br />

respirar.<br />

—¿Por qué iba a guardártelo? —dijo el joven.<br />

—No lo sé. Me temo que ya no me quieras. Habría tenido que dar pasos<br />

largos, como tú, seguir andando sin <strong>de</strong>tenerme. Vas a creer que soy una<br />

cría. —Silvère esbozó en las sombras una sonrisa que Miette adivinó.<br />

Continuó con voz <strong>de</strong>cidida—: No tienes que tratarme siempre como a una<br />

hermana; quiero ser tu mujer.<br />

Y por propia iniciativa atrajo a Silvère contra su pecho. Lo mantuvo<br />

apretado entre sus brazos, murmurando:<br />

—Vamos a tener frío, calentémonos así.<br />

Hubo un silencio. Hasta esa hora confusa, <strong>los</strong> jóvenes se habían amado<br />

con fraternal ternura. En su ignorancia, seguían tomando por una viva<br />

amistad la atracción que <strong>los</strong> inducía a estrecharse sin cesar entre <strong>los</strong><br />

brazos, y a prolongar esos abrazos mucho más tiempo <strong>de</strong> lo que <strong>los</strong><br />

prolongan hermanos y hermanas. Pero en el fondo <strong>de</strong> esos amores<br />

ingenuos retumbaban, cada día con mayor intensidad, las tormentas <strong>de</strong><br />

sangre ardiente <strong>de</strong> Miette y <strong>de</strong> Silvère. Con la edad, con la ciencia, una<br />

cálida pasión, <strong>de</strong> fogosidad meridional, <strong>de</strong>bía nacer <strong>de</strong> este idilio. Toda<br />

chica que se cuelga <strong>de</strong>l cuello <strong>de</strong> un chico es ya mujer, mujer inconsciente,<br />

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