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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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—¡Ah! ¡Vaya! —dijo riendo—, ¡y yo que te había tomado por una mujer!…<br />

Tienes <strong>los</strong> brazos fuertes.<br />

Ella se echó a reír, también, bajando <strong>los</strong> ojos sobre sus brazos. Después<br />

no se dijeron nada más. Se quedaron aún un buen rato, mirándose y<br />

sonriendo. Como Silvère no parecía tener más preguntas que hacerle,<br />

Miette se marchó con toda sencillez, y siguió arrancando las malas<br />

hierbas, sin levantar la cabeza. El se quedó un instante sobre la tapia. El<br />

sol se ponía; un haz <strong>de</strong> rayos oblicuos se <strong>de</strong>slizaba sobre las tierras<br />

amarillas <strong>de</strong>l Jas-Meiffren; las tierras llameaban, parecían un incendio<br />

corriendo a ras <strong>de</strong>l suelo. Y, en aquel haz llameante, Silvère miraba a la<br />

campesinita en cuclillas, cuyos brazos <strong>de</strong>snudos habían reanudado su<br />

rápido juego; la falda <strong>de</strong> algodón azul blanqueaba, a lo largo <strong>de</strong> <strong>los</strong> brazos<br />

cobrizos corrían resplandores. Acabó experimentando una especie <strong>de</strong><br />

vergüenza por estar allí. Bajó <strong>de</strong> la tapia.<br />

Por la noche, Silvère, preocupado por su aventura, trató <strong>de</strong> interrogar a tía<br />

Di<strong>de</strong>. Acaso sabría quién era esta Miette que tenía <strong>los</strong> ojos tan negros y<br />

una boca tan roja. Pero, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que habitaba en la casa <strong>de</strong>l callejón, tía<br />

Di<strong>de</strong> no había vuelto a echar un solo vistazo por <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> la tapia <strong>de</strong>l<br />

patizuelo. Era, para ella, como una barrera infranqueable, que tapiaba su<br />

pasado. Ignoraba, quería ignorar lo que había ahora al otro lado <strong>de</strong> ese<br />

muro, en el antiguo cercado <strong>de</strong> <strong>los</strong> Fouque, don<strong>de</strong> había enterrado su<br />

amor, su corazón y su carne. A las primeras preguntas <strong>de</strong> Silvère, lo miró<br />

con un espanto infantil. ¿Iría también él, pues, a remover las cenizas <strong>de</strong><br />

aquel<strong>los</strong> días extinguidos y a hacerla llorar como su hijo Antoine?<br />

—No sé —dijo con voz rápida—, ya no salgo, no veo a nadie…<br />

Silvère esperó con cierta impaciencia al día siguiente. En cuanto llegó a<br />

casa <strong>de</strong> su patrón, dio charla a sus camaradas <strong>de</strong>l taller. No contó su<br />

entrevista con Miette; habló vagamente <strong>de</strong> una chica a la que había visto<br />

<strong>de</strong> lejos en el Jas-Meiffren.<br />

—¡Eh! ¡Es la Chantegreil! —gritó uno <strong>de</strong> <strong>los</strong> obreros.<br />

Y, sin que Silvère necesitara interrogar<strong>los</strong>, sus compañeros le contaron la<br />

historia <strong>de</strong>l cazador furtivo Chantegreil y <strong>de</strong> su hija Miette, con ese odio<br />

ciego <strong>de</strong>l vulgo contra <strong>los</strong> parias. A la última, sobre todo, la motejaron <strong>de</strong><br />

mala manera; y siempre acudía a sus labios el insulto <strong>de</strong> hija <strong>de</strong> galeote,<br />

como una razón sin réplica que con<strong>de</strong>naba a la pobre inocente a una<br />

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