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—¿Los has <strong>de</strong>jado? —preguntó Félicité— tienen que encontrar<strong>los</strong> allí.<br />
—¡Pardiez! No <strong>los</strong> he recogido. Están <strong>de</strong> espaldas… He caminado sobre<br />
algo blando…<br />
Miró su zapato. El tacón estaba lleno <strong>de</strong> sangre. Mientras se ponía otro<br />
par, Félicité prosiguió:<br />
—¡Bueno, tanto mejor! Esto ha terminado… Nadie podrá <strong>de</strong>cir ya que<br />
disparas a <strong>los</strong> espejos.<br />
El tiroteo, planeado por <strong>los</strong> <strong>Rougon</strong> para que <strong>los</strong> aceptaran <strong>de</strong>finitivamente<br />
como <strong>los</strong> salvadores <strong>de</strong> Plassans, arrojó a sus plantas a la ciudad,<br />
espantada y agra<strong>de</strong>cida. El día avanzó, lúgubre, con esa melancolía gris<br />
<strong>de</strong> las mañanas invernales. Los habitantes, al no oír nada más, cansados<br />
<strong>de</strong> temblar entre sus sábanas, se aventuraron. Aparecieron diez o quince;<br />
<strong>de</strong>spués, al correr el rumor <strong>de</strong> que <strong>los</strong> insurgentes habían emprendido la<br />
huida, <strong>de</strong>jando sus muertos en el arroyo, Plassans entera se levantó, bajó<br />
a la plaza <strong>de</strong>l Ayuntamiento. Durante toda la mañana <strong>los</strong> curiosos<br />
<strong>de</strong>sfilaron en torno a <strong>los</strong> cuatro cadáveres. Estaban horriblemente<br />
mutilados, uno sobre todo, que tenía tres balas en la cabeza; el cráneo,<br />
levantado, <strong>de</strong>jaba al <strong>de</strong>snudo <strong>los</strong> sesos. Pero el más atroz <strong>de</strong> <strong>los</strong> cuatro<br />
era el guardia nacional caído en el portal; había recibido en pleno rostro<br />
toda una carga <strong>de</strong> <strong>los</strong> perdigones <strong>de</strong> que se habían servido <strong>los</strong><br />
republicanos, a falta <strong>de</strong> balas; su cara, agujereada, acribillada, rezumaba<br />
sangre. El gentío se llenó <strong>los</strong> ojos con aquel horror, largamente, con esa<br />
avi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> <strong>los</strong> cobar<strong>de</strong>s por <strong>los</strong> espectácu<strong>los</strong> innobles. Reconocieron al<br />
guardia nacional; era el salchichero Dubruel, a quien Roudier acusaba, el<br />
lunes por la mañana, <strong>de</strong> haber disparado con apresuramiento culpable. De<br />
<strong>los</strong> otros tres muertos, dos eran obreros sombrereros; el tercero siguió<br />
siendo una incógnita. Y ante <strong>los</strong> charcos rojos que manchaban el<br />
empedrado, grupos boquiabiertos se estremecían, miraban a sus espaldas<br />
con aire <strong>de</strong>sconfiado, como si esa justicia sumaria que había, en las<br />
tinieblas, restablecido el or<strong>de</strong>n a tiros <strong>de</strong> fusil, <strong>los</strong> acechase, espiase sus<br />
gestos y sus palabras, dispuesta a fusilar<strong>los</strong> a su vez si no besaban con<br />
entusiasmo la mano que acababa <strong>de</strong> salvar<strong>los</strong> <strong>de</strong> la <strong>de</strong>magogia.<br />
El pánico <strong>de</strong> la noche aumentó aún más el terrible efecto causado, por la<br />
mañana, por la vista <strong>de</strong> <strong>los</strong> cuatro cadáveres. Jamás fue conocida la<br />
verda<strong>de</strong>ra historia <strong>de</strong> aquel tiroteo. Los disparos <strong>de</strong> <strong>los</strong> combatientes, <strong>los</strong><br />
martillazos <strong>de</strong> Granoux, la <strong>de</strong>sbandada <strong>de</strong> la guardia nacional lanzada por<br />
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