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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

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<strong>de</strong>l salón amarillo estaba brillantemente iluminada y, en el resplandor, una<br />

forma negra, en la que reconoció a su mujer, se inclinaba, agitando <strong>los</strong><br />

brazos <strong>de</strong> manera <strong>de</strong>sesperada. Se interrogaba, no comprendía,<br />

espantado, cuando un objeto duro rebotó en la acera, a sus pies. Felicité le<br />

tiraba la llave <strong>de</strong>l cobertizo, don<strong>de</strong> él había ocultado una reserva <strong>de</strong><br />

fusiles. Esa llave significaba claramente que había que coger las armas.<br />

Desanduvo el camino, sin explicarse por qué su mujer le había impedido<br />

subir, imaginándose cosas terribles.<br />

Fue <strong>de</strong>recho a casa <strong>de</strong> Roudier, a quien encontró levantado, dispuesto a<br />

marchar, pero en completa ignorancia <strong>de</strong> <strong>los</strong> acontecimientos <strong>de</strong> la noche.<br />

Roudier vivía en un extremo <strong>de</strong> la ciudad nueva, al fondo <strong>de</strong> un <strong>de</strong>sierto<br />

don<strong>de</strong> el paso <strong>de</strong> <strong>los</strong> insurgentes no había <strong>de</strong>spertado el menor eco.<br />

Pierre le propuso ir a ver a Granoux, cuya casa hacía esquina en la plaza<br />

<strong>de</strong> <strong>los</strong> Recoletos, y bajo las ventanas <strong>de</strong>l cual <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> haber pasado la<br />

banda. <strong>La</strong> criada <strong>de</strong>l concejal parlamentó mucho tiempo antes <strong>de</strong><br />

introducir<strong>los</strong>, y oían la voz temblorosa <strong>de</strong>l pobre hombre, que gritaba<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer piso:<br />

—¡No abra, Catherine! <strong>La</strong>s calles están infestadas <strong>de</strong> tunantes.<br />

Estaba en su dormitorio, sin luz. Cuando reconoció a sus dos buenos<br />

amigos, se mostró aliviado; pero no quiso que la criada trajese una<br />

lámpara, por miedo a que la claridad atrajera alguna bala. Parecía creer<br />

que la ciudad estaba todavía llena <strong>de</strong> insurrectos. Retrepado en un sillón,<br />

junto a la ventana, en calzoncil<strong>los</strong> y con la cabeza envuelta en un pañuelo,<br />

gemía:<br />

—¡Ay, amigos míos, si supieran!… He intentado acostarme, pero<br />

¡armaban un alboroto! Entonces me eché en este sofá. Lo he visto todo,<br />

todo. Caras atroces, una banda <strong>de</strong> presidiarios escapados. Después<br />

volvieron a pasar; se llevaban al valiente comandante Sicardot, al digno<br />

señor Garçonnet, al jefe <strong>de</strong> correos, a todos esos señores, lanzando gritos<br />

<strong>de</strong> caníbales… —<strong>Rougon</strong> sintió una cálid a alegría. Hizo repetir al señor<br />

Granoux que había visto perfectamente al alcal<strong>de</strong> y a <strong>los</strong> otros en medio<br />

<strong>de</strong> aquel<strong>los</strong> bandidos—. ¡Se lo digo yo! —lloraba el hombrecillo—; estaba<br />

<strong>de</strong>trás <strong>de</strong> mi persiana… Como al señor Peirotte, vinieron a <strong>de</strong>tenerlo; le oí<br />

que <strong>de</strong>cía, al pasar bajo mi ventana: «Señores, no me hagan daño».<br />

Debían <strong>de</strong> martirizarlo… Es una vergüenza, una vergüenza…<br />

Roudier calmó a Granoux afirmando que la ciudad estaba libre. Y entonces<br />

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