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Revista ConSciencia La Salle Cuernavaca No.36

Revista de investigación de la Escuela de Psicología de la Universidad La Salle Cuernavaca

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Laberintos de la mente IV

una orden que no aceptaría una negativa, y le mostró sutilmente

una deslumbrante pistola en el costado derecho

dentro del pantalón.

—Don Marco está enfermo y requiere atención –le dijo.

Al salir a la calle estaban esperando dos sujetos más. Uno de

ellos les pidió que abordaran la lujosa camioneta. No habían

terminado de subirse cuando eran ya evidentes los signos de

ansiedad de ambos. Zavaleta la controlaba; Ramos sólo lograba

disfrazarla con su imparable verborrea.

—¿Qué le pasa?

—Llévese su bisturí por si se requiere y traiga al otro doctor

–agregó antes de salir.

Ramos le llamó a Enrique para contarle lo sucedido y pedirle

que lo acompañara.

—“Traiga al otro doctor”, así me lo ordenó –aclaró Ramos

a Enrique, colgó y salió del consultorio. En el vestíbulo ya,

Jesús daba órdenes a la asistente:

—Avise a los familiares de los doctores que salieron de urgencia

y en unos días estarán de regreso.

Inmediatamente Ramos intercedió:

—Yo voy a llamar personalmente –dijo con la poca firmeza

que le quedaba–; de lo contrario, no cuenten conmigo.

—Está bien –accedió Jesús y estuvo atento a ver qué hablaba

con su esposa.

—Se trata de una urgencia, tendré que salir de la ciudad –recalcó

Ramos como única respuesta a todas las preguntas de

la esposa al otro lado del auricular y colgó. En ese momento

salió el Dr. Zavaleta y partieron.

—Margarita, en caso de que mi esposa llame para preguntar,

sólo repítale estas mismas palabras –dijo Ramos a su asistente

antes de irse.

A partir de ese momento, y durante todo el trayecto, Ramos

fue presa de sus propios temores. Murmuraba continuos reproches

en contra del paciente; su locuacidad fue incontenible.

Los desvaríos que Zavaleta está habituado a escuchar

de sus pacientes, los empezó a escuchar de su amigo Ramos

y, ante esta avalancha de palabras desordenadas, tuvo que

frenarlo pidiéndole que mantuviera la calma. Ramos no

pudo.

Jesús les sugirió que se mostraran tranquilos al llegar a la caseta

de la autopista. Añadió que les vendarían los ojos después

de pasarla. Con una mirada Zavaleta conminó a Ramos

a que lo hiciera. A punto de cruzar la caseta, como si estuvieran

teniendo una plática desenfadada, Jesús se dirigió a

Zavaleta y en voz alta le dijo:

—Seguro, mi médico, la vamos a pasar chingón, ya están allá

las morras.

—Éste es un cabrón, ya se la sabe. Seguro los federales y los

cobradores de la caseta ya los conocen –pensó Zavaleta.

Como si este trayecto fuera un repentino viaje a su pasado,

Ramos empezó a mostrar una inusual actitud cada vez

más pueril. Sollozaba como niño cumpliendo una penitencia,

empezó a rezar muchas aves marías y más padres nuestros.

Zavaleta con una fuerte reprimenda le pidió que dejara

de balbucear como niño y se mostrara sereno como en sus

consultas. Ramos siguió con la penitencia y después de 10

padres nuestros finalmente se quedó callado. Sólo por unos

minutos.

Revista ConSciencia de la Escuela de Psicología

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