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Y además...
OBITUARIOS
En este último semestre y últimos meses del año pasado nos han dejado los compañeros:
Fallecidos desde octubre 2020:
D. Federico Soria Bonilla (25 de octubre de 2020)
D. Eduardo Indalecio Aguilar Gallart (28 de noviembre de 2020)
D. Juan José Salvador Payán (6 de marzo de 2021)
D. Juan Francisco Villegas Vázquez (28 de junio de 2021)
D. Darío Fernández Alvarez (27 de julio de 2021)
D. Manuel Contreras Madrazo (6 de septiembre de 2021)
D. José Parrilla Torres (21 octubre 2021)
El Consejo de Redacción de Sala de Togas y todos los colaboradores de la revista, así como colegiados en general, su Junta de
Gobierno y empleados del Colegio trasmiten sus mas sentidas condolencias a sus familiares y amigos.
Darío Fernández Álvarez
Conocí a Darío Fernández Álvarez, a principios de los años 80,
cuando recién acabada la carrera de Derecho comencé mi
pasantía con Jorge y Ramón Pérez Company, mis maestros,
amigos y compañeros. En esa época la Sala de Togas no era
una revista, era el lugar en el que residía una dignidad profesional
perdida. Allí esperábamos los abogados a que nuestro
recordado y añorado Juan Segura, toga en mano, entrara a
decirnos que nos esperaban en la Sala para comenzar el juicio
o el acto procesal para el que estábamos citados.
En aquellos días, mientras hacíamos tiempo, hablábamos entre
nosotros, y en muchas ocasiones recibíamos lecciones
magistrales de los grandes de la abogacía en nuestra ciudad,
como Pedro de Torres Rollón, Ginés de Haro, y precisamente
de Darío Fernández, que comenzaba a ser un personaje mediático
con el caso Almería. Darío Fernández en aquella época
era una persona rígida, encumbrada, exigente y sobre todo,
tenía claro que no había llegado hasta allí para hacer amigos.
Muchos compañeros y funcionarios, se encontraban incómodos
con él, no era una persona que pasara desapercibida, o se
le admiraba o se le detestaba, dependiendo del lugar en que
uno se encontrase al cruzarse en su camino. Su brillante inteligencia,
junto con un nivel de exigencia a prueba de bombas,
le hizo vivir inmerso en una guerra constante consigo
mismo y con el mundo. Le reencontré algunos años más tarde,
harto de fama, de riqueza terrenal, y sobre todo hastiado
de la hostilidad que le iba rodeando cada vez más, hasta sentirse
estrangulado.
Nuestros despachos estaban muy cerca, por lo que coincidíamos
a menudo. Al principio me invitaba a un café y me iba leyendo
un libro, que a modo de terapia estaba escribiendo, “La
justicia manchada en España”. En él arrojaba como un guante
a la cara, muchas de las experiencias que le habían marcado
en su carrera profesional, y como él debía haber previsto, molestó
a tantos que apenas acudió nadie a su presentación.
En aquellos días siempre me daba el mismo consejo: “Antonia
no olvides el procesal, domina el procesal, procesal, procesal...,
ahí está el secreto”. He de confesar que no fui su mejor alumna,
pero quizá sí, una de sus mejores amigas, como él lo fue
para mí. Más allá de ese consejo, poco hablábamos sobre
nuestra profesión, a excepción de su incapacidad para conciliar
el sueño cuando estaba en nuestra ciudad, a la que ama-ba
con la misma intensidad con que la rechazaba: para él, estaba
llena de los más terribles crímenes, las más abominables
experiencias. Su especialización en derecho penal, le -
marcó de forma indeleble. Trató de encontrarse a sí mismo -
en otro lugar, y recorrió medio mundo, pero era Almería, su
sol, sus ramblizos, y sus montañas las que le daban el impulso
vital que le permitía respirar, volviendo una y otra vez, hasta
que decidió empezara descontar años: de cien a cero.
Incumplió su palabra, y se fue antes de llegar a la meta que se
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