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RETAZOS DE LA HISTORIA
Francisco García Marcos
Escritor
EL CENSOR DEL CAUDILLO
Ejemplar de “Raza” escrito por Franco bajo el
pseudónimo de Jaime de Andrade
Francisco Franco vuelve a estar de
plena actualidad. La dura verdad sobre
la dictadura de Franco, una serie alemana
emitida en Netflix, ha terminado
por calar en buena parte del público.
No deja de ser curioso el éxito que está
obteniendo. En rigor, no cuenta nada
serio que no se supiera, pero sin embargo
olvida, o desconoce, algunos
episodios bastante significativos de
Franco, su gobierno y su tiempo. Al
margen de eso, y a pesar de haber reclutado
a historiadores y biógrafos reputados,
lo que más ha sobresalido de
la serie han sido sus cotilleos: si Franco
era hijo de un juerguista, si fue un
estudiante torpe, si no le dio la nota
para ingresar en la armada y, sobre
todo, el tema estrella, si Carmencita
era o no hija carnal suya. Por supuesto
que esto último se ha incorporado, de
inmediato, a la prensa del corazón, lo
que debe ser triste rédito para un documental
que aspiraba a cierto rigor,
con aire riguroso y exhaustivo. Que
termine en boca de los Jorge Javier,
Matamoros, Patiño y compañía no parece
buena señal.
El Caudillo tenía su vena literaria, por
lo demás, conocida, aunque al parecer
no en todos sus detalles. El documental
en ese sentido aporta poco, o prácticamente
nada, aparte de mencionar
su intervención como guionista de
Raza. Firmada con el pseudónimo de
Jaime de Andrade, contó incluso con
dos versiones, una en 1941 y la otra en
1950. La dirección de la obra quedó al
mando de José Luis Sáenz de Heredia,
primo hermano de José Antonio. Precisamente
en la figura del director,
aparece una de esas paradojas que,
por una u otra razón, parecieron empecinarse
en torno a la labor creativa
de Franco. Sáenz de Heredia, el director
por excelencia del cine franquista y
falangista declarado, era discípulo dilecto
de Luis Buñuel, comunista que le
salvó la vida en el Madrid de la Guerra
Civil. En todo caso, la primera veleidad
literaria de Franco es casi dos décadas
anterior. En 1922 aparece su Marruecos:
diario de una bandera, obra en la
que recoge su experiencia en la guerra
de África. Esta obra también conoció
una reedición, en 1939, con algunas
sustituciones poco menos que obligadas.
En la primera había incluso insultos
explícitos hacia los moros, el enemigo
al que se habían enfrentado.
Pero en la segunda esos párrafos fueron
suprimidos, como reconocimiento
al apoyo prestado desde 1936 a la causa
del Generalísimo.
También tuvo su vena periodística,
esta vez combinando varios pseudónimos,
Jakim Boor, Macaulay o Hispanicus,
siempre en el diario Arriba, como
es natural. Arriba era el periódico del
régimen, con poco aprecio entre la
profesión. Aparte de su ideología, lo
que más molestaba era la dudosa profesionalidad
de sus redactores, a quienes
se acusaba veladamente de intrusismo
profesional, y, sobre todo, la leyenda
negra de que era deficitario y
para financiarlo se gravaba al resto de
la prensa. Originariamente, Arriba había
sido un semanario fundado por el
mismísimo José Antonio Primo de Rivera.
Tuvo escaso éxito en ese tiempo,
aunque su escueta difusión no impidió
que las autoridades republicanas lo
cerraran en 1936. Reaparece en marzo
de 1939, ya con los falangistas en Madrid,
que toman las instalaciones del
diario El Sol. A partir de 1940 pasa a
formar parte de la Cadena de Prensa
del Movimiento y es, por supuesto, el
órgano oficial del nuevo régimen. Ningún
lugar más apropiado, pues, para
que el Caudillo ejerciera sus inclinaciones
periodísticas.
Al hilo de ese nuevo protagonismo recobrado
por la figura de Franco por
uno u otro motivo, La Vanguardia ha
publicado hace una semana un curioso
artículo, en el que se hace eco de un
suceso bastante particular. Finalizaba
agosto de 1947 cuando el Generalísimo
envía un texto titulado “Serenidad”
al diario, según el procedimiento habitual.
El Ministro de Educación avisaba
a la dirección de la publicación, que a
su vez ponía en marcha la recepción
del texto por parte del único redactor
que conocía la identidad real del autor.
Este procedía a trasladarlo a composición,
tal cual estaba con correcciones
a mano incluidas, y aparecía sin más al
día siguiente. Esa tarea estaba encargada
a Enrique de Aguinaga, entonces
en la plantilla de Arriba y más tarde catedrático
de Periodismo en la Complutense.
Sin embargo, el fatídico 26 de
agosto algo falló estrepitosamente en
el procedimiento habitual. En lugar de
llegar a los talleres, “Serenidad” viajó
hasta las oficinas madrileñas de Mon-
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