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¿Por qué negociar? | 121<br />
y otras no, que tienen como objetivo dibujar la vida que tendremos y lo que<br />
seremos cuando se firmen los acuerdos. Mientras eso sucede, tenemos ejércitos<br />
políticos y burocráticos trabajando en hacer legible el posconflicto y el futuro<br />
transicional en el terreno cotidiano. Lo que parece emerger en las negociaciones,<br />
o mejor, en las apuestas generales de los escenarios transicionales, no solo en<br />
Colombia, suele partir de una premisa: el Estado, su conformación como proyecto<br />
organizativo de una geografía y una gente determinada, o ha fallado, o se<br />
ha roto o tergiversado; o no es lo que creímos que era. Las expectativas con las<br />
que opera esta forma de articular las conversaciones han construido al Estado<br />
como una tipología ideal, por vías mediáticas, jurídicas, académicas, económicas<br />
y afectivas. El Estado como un deber ser que aún no ha sido.<br />
Así visto, las negociaciones se presentan como la posibilidad efectiva de<br />
reorientar la organización y administración del país y de las personas que lo<br />
habitan, en dirección a la consolidación de un proyecto de Estado-nación liberal,<br />
con algo más de dos siglos en construcción. Suelen tener el carácter de discusiones<br />
inmediatas para situar al país en un nuevo momento de características<br />
más incluyentes y equitativas. Por supuesto, nada de esto es en sí mismo un<br />
problema y es importante apoyarlo e impulsarlo desde tantos sectores como<br />
sea posible. Sin embargo, su carácter parece estar definido por la construcción<br />
de mecanismos puntuales, para solventar problemas igualmente específicos.<br />
Que las negociaciones desde el gobierno tengan como objetivo encontrarse<br />
con la insurgencia en la construcción de un camino común hacia el tipo<br />
ideal del Estado-nación liberal —como en el mago de Oz—, abre un campo de<br />
posibilidades políticas para otros movimientos y organizaciones en el país. En<br />
ese sentido, la enunciación de las conversaciones y de las posibilidades transicionales<br />
produce una cierta liminaridad política. De una parte, se encuentra la<br />
ilusión de la transición, la fuerza imaginada del futuro que vendrá. Ese futuro<br />
en disputa sigue manteniendo su capacidad evocadora. Se nombra e invoca una<br />
y otra vez desde todos los espectros de lo político y se utiliza precisamente por<br />
su capacidad de enunciar un futuro distinto, sin comprometerse más allá de la<br />
definición de esos mecanismos inmediatos y de puntuales soluciones. De otra<br />
parte, se abre ante nosotros un profundo abismo de incertidumbres y preguntas<br />
produciendo un eco insoportable cuando hacemos la pregunta: ¿y luego de<br />
negociar, cambiará algo realmente?<br />
El ELN aparece atento a esta situación: al situarnos en tal condición liminal,<br />
es decir, al empujarnos a los márgenes de la incertidumbre entre la imaginación<br />
de lo posible y la oscuridad de la reproducción de la violencia y la desigualdad.<br />
A diferencia de las FARC, que han llevado la discusión con el gobierno<br />
asumiéndose como vanguardia y representación de una idea particular de “la<br />
sociedad” o “el pueblo”, el ELN busca erigirse como garante de una conversa-