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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

El poeta Manuel Altolaguirre, que tenía una imprenta y vocación de imprentero, llegó un día por mi<br />

casa y me contó que iba a publicar una hermosa revista de poesía, con la representación de lo más alto y lo<br />

mejor de España.<br />

—Hay una sola persona que puede dirigirla —me dijo—. Y esa persona eres tú.<br />

Yo había sido un épico inventor de revistas que pronto las dejé o me dejaron. En 1925 fundé una tal<br />

Caballo de Bastos. Era el tiempo en que escribíamos sin puntuación y descubríamos Dublín a través de las<br />

calles de Joyce. Humberto Díaz Casanueva usaba entonces un suéter con cuello de tortuga, gran audacia<br />

para un poeta de la época. Su poesía era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula.<br />

Rosamel del Valle se vestía enteramente de negro, de sombrero a zapatos, como debían vestirse los<br />

poetas. A estos dos compañeros próceres los recuerdo como colaboradores activos. Olvido a otros. Pero<br />

aquel galope de nuestro caballo sacudió la época.<br />

—Sí, Manoli. Acepto la dirección de la revista. Manuel Altolaguirre era un impresor glorioso cuyas<br />

propias manos enriquecían las cajas con estupendos caracteres bodónicos. Manolito hacía honor a la<br />

poesía, con la suya y con sus manos de arcángel trabajador. El tradujo e imprimió con belleza singular el<br />

Adonais de Shelley, elegía a la muerte de John Keats. Imprimió también la Fábula del Genil, de Pedro<br />

Espinosa. Cuánto fulgor despedían las estrofas áureas y esmaltinas del poema en aquella majestuosa<br />

tipografía que destacaba las palabras como si estuvieran fundiéndose de nuevo en el crisol.<br />

De mi Caballo Verde salieron a la calle cinco números primorosos, de indudable belleza. Me gustaba<br />

ver a Manolito, siempre lleno de risa y de sonrisa, levantar los tipos, colocarlos en las cajas y luego accionar<br />

con el pie la pequeña prensa tarjetera. A veces se llevaba los ejemplares de la edición en el coche—cuna<br />

de su hija Paloma. Los transeúntes lo piropeaban:<br />

—¡Qué papá tan admirable! ¡Atravesar el endiablado tráfico con esa criatura!<br />

La criatura era la Poesía que iba de viaje con su Caballo Verde. La revista publicó el primer nuevo<br />

poema de Miguel Hernández y, naturalmente, los de Federico, Cemuda, Aleixandre, Guillén (el bueno: el<br />

español). Juan Ramón Jiménez, neurótico, novecentista, seguía lanzándome dardos dominicales. A Rafael<br />

Alberti no le gustó el título:<br />

—¿Por qué va a ser verde el caballo? Caballo Rojo, debería llamarse.<br />

No le cambié el color. Pero Rafael y yo no nos peleamos por eso. Nunca nos peleamos por nada. Hay<br />

bastante sitio en el mundo para caballos y poetas de todos los colores del arco iris.<br />

El sexto número de Caballo Verde se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser. Estaba<br />

dedicado a Julio Herrera y Reissig —segundo Lautréamont de Montevideo—y los textos que en su<br />

homenaje escribieron los poetas españoles, se pasmaron ahí con su belleza, sin gestación ni destino. La<br />

revista debía aparecer el 19 de julio de 1936, pero aquel día se llenó de pólvora la calle. Un general<br />

desconocido, llamado Francisco Franco, se había rebelado contra la República en su guarnición de África.<br />

EL CRIMEN FUE EN GRANADA<br />

Justamente cuando escribo estas líneas, la España oficial celebra muchos —¡tantos!—años de<br />

insurrección cumplida. En este momento, en Madrid, el Caudillo vestido de oro y azul, rodeado por la<br />

guardia mora, junto al embajador norteamericano, al de Inglaterra y a varios más, pasa revista a las tropas.<br />

Unas tropas compuestas, en su mayoría, de muchachos que no conocieron aquella guerra.<br />

Yo sí la conocí. ¡Un millón de españoles muertos! ¡Un millón de exilados! Parecería que jamás se<br />

borraría de la conciencia humana esa espina sangrante. Sin embargo, los muchachos que ahora desfilan<br />

frente a la guardia mora, ignoran tal vez la verdad de esa historia tremenda.<br />

Todo empezó para mí la noche del 19 de julio de 1936. Un chileno simpático y aventurero, llamado<br />

Bobby Deglané, era empresario de catch—as—can en el gran circo Price de Madrid. Le manifesté mis<br />

reservas sobre la seriedad de ese "deporte", y él me convenció de que fuera al circo, junto con García<br />

Lorca, a verificar la autenticidad del espectáculo. Convencí a Federico y quedamos en encontrarnos allí a<br />

una hora convenida. Pasaríamos el rato viendo las truculencias del Troglodita Enmascarado, del<br />

Estrangulador Abisinio y del Orangután Siniestro.<br />

Federico faltó a la cita. Ya iba camino de su muerte. Ya nunca más nos vimos. Su cita era con otros<br />

estranguladores. Y de ese modo la guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la<br />

desaparición de un poeta.<br />

¡Qué poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada<br />

cristalina. Federico García Lorca era el duende derrochador, la alegría centrífuga que recogía en su seno e<br />

irradiaba como un planeta la felicidad de vivir. Ingenuo y comediante, cósmico y provinciano, músico<br />

singular, espléndido mimo, espantadizo y supersticioso, radiante y gentil, era una especie de resumen de<br />

las edades de España, del florecimiento popular; un producto arábigo—andaluz que iluminaba y perfumaba<br />

como un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida.<br />

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