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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

Pensé con amargura en lo que le sucedería a un pobre indiecito borracho que se pusiera a romper<br />

huevos en un tren ecuatoriano.<br />

Durante aquellos días transiberianos se oía por la mañana y por la tarde cómo Ehrenburg golpeaba<br />

con energía las teclas de su máquina de escribir. Allí terminó La nueva ola, su última novela antes de El<br />

deshielo. Por mi parte, escribía sólo a ratos algunos de Los versos del capitán, poemas de amor para<br />

Matilde que publicaría más tarde en Nápoles en forma anónima.<br />

Dejamos el tren en Irkutz. Antes de tomar el avión hacia Mongolia, nos fuimos a pasear por el lago, el<br />

famoso lago Baikal, en los confines de Siberia, que significó durante el zarismo la puerta de la libertad.<br />

Hacia ese lago iban los pensamientos y los sueños de los exiliados y de los prisioneros. Era el único camino<br />

posible para la evasión. "Baikal! Baikal!", repiten aún ahora las roncas voces rusas, cantando las antiguas<br />

baladas.<br />

El Instituto de Investigación Lacustre nos invitó a almorzar. Los sabios nos revelaron sus secretos<br />

científicos. Nunca se ha podido precisar la profundidad de aquel lago, hijo y ojo de los Montes Urales. A dos<br />

mil metros de hondura se recogen peces extraños, peces ciegos, sacados de su abismo nocturno. De<br />

inmediato se me despertó el apetito y logré que los investigadores me trajeran a la mesa un par de aquellos<br />

extraños pescados. Soy una de las pocas personas en el mundo que han comido peces abisales, regados<br />

con buen vodka siberiano.<br />

De allí volamos a Mongolia. Guardo un recuerdo brumoso de aquella tierra lunaria donde los<br />

habitantes viven aún en tiendas nómadas, mientras crean sus primeras imprentas, sus primeras<br />

universidades. Alrededor de Ulan Bator se abre una aridez redonda, infinita, parecida al desierto de<br />

Atacama en mi patria, interrumpida sólo por grupos de camellos que hacen más arcaica la soledad. Por<br />

cierto que probé en tazas de plata, pasmosamente labradas, el whisky de los mongoles. Cada pueblo hace<br />

su alcohol de lo que puede. Este era de leche de camello fermentada. Todavía me corren escalofríos<br />

cuando recuerdo su sabor. Pero, qué maravilla es haber estado en Ulan Bator! Más para mí que vivo en los<br />

bellos nombres. Vivo en ellos como en mansiones de sueño que me estuvieran destinadas. Así he vivido,<br />

gozado de cada sílaba, en el nombre de Singapur, en el de Samatkarida. Deseo que cuando me muera me<br />

entierren en un nombre, en un sonoro nombre bien escogido, para que sus sílabas canten sobre mis<br />

huesos, cerca del mar.<br />

El pueblo chino es uno de los más sonrientes del mundo. A través del implacable colonialismo, de<br />

revoluciones, de hambrunas, de masacres, sonríe como ningún otro pueblo sabe sonreír. La sonrisa de los<br />

niños chinos es la más bella cosecha de arroz que desgrana la gran muchedumbre.<br />

Pero hay dos clases de sonrisas chinas. Hay una natural que ilumina los rostros color de trigo. Es la<br />

de los campesinos y la del vasto pueblo. La otra es una sonrisa de quita y pon, postiza, que se pega y<br />

despega bajo la nariz. Es la sonrisa de los funcionarios.<br />

Nos costó distinguir entre ambas sonrisas cuando con Ehrenburg llegamos por primera vez al<br />

aeropuerto de Pekín. Las verdaderas y mejores nos acompañaron por muchos días. Eran las de nuestros<br />

compañeros escritores chinos, novelistas y poetas que nos acogieron con noble hospitalidad. Así conocimos<br />

a Tieng Ling, novelista, Premio Stalin, presidente de la Unión de Escritores, a Mao Dung, a Emi Siao, y al<br />

encantador Ai Ching, viejo comunista y príncipe de los poetas chinos. Ellos hablaban francés o inglés. A<br />

todos los sepultó la Revolución Cultural, años después. Pero en aquel entonces, a nuestra llegada, eran las<br />

personalidades esenciales de la literatura.<br />

Al día siguiente, después de la ceremonia de entrega del Premio Lenin, llamado entonces Premio<br />

Stalin, comimos en la embajada soviética. Allí estaban, además de la laureada, Chu En Lao, el viejo<br />

mariscal Chu Teh, y unos pocos más. El embajador era un héroe de Stalingrado, típico militar soviético, que<br />

cantaba y brindaba repetidamente. A mí me tocó sentarme junto a Sung Sin Ling, muy digna y todavía bella.<br />

Era la figura femenina más respetada de la época.<br />

Cada uno de nosotros tenía a su disposición una pequeña botella de cristal llena de vodka. Los<br />

gambé estallaban con profusión. Este brindis chino obligaba a apurar la copa al seco, sin dejar una gota. El<br />

viejo mariscal Chu Teh, frente a mí, se llenaba su copita con frecuencia y con su gran sonrisa campesina<br />

me incitaba a cada momento a un nuevo brindis. Al final de la comida aproveché un momento de distracción<br />

del antiguo estratega para probar un trago de su botella de vodka. Mis sospechas se confirmaron al<br />

comprobar que el mariscal había tomado agua pura durante la comida, mientras yo me echaba al coleto<br />

grandes cantidades de fuego líquido.<br />

A la hora del café mi vecina de mesa Sung Sin Ling, la viuda de Sun Yat Sen, la portentosa mujer que<br />

vinimos a condecorar, sacó un cigarrillo de su pitillera. Luego, con exquisita sonrisa, me ofreció otro a mí.<br />

"No, yo no fumo, muchas gracias", le dije. Y al elogiarle su estuche de cigarrillos, me respondió: "Lo<br />

conservo porque es un recuerdo muy importante en mi vida." Era un objeto deslumbrante, de oro macizo,<br />

tachonado de brillantes y rubíes. Después de mirarlo concienzudamente, y añadir nuevas alabanzas, se lo<br />

devolví a su propietaria.<br />

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